Desenfundó su teléfono y en un acto de
valentía decidió poner fin a su locura. Deslizó sus dedos por la pantalla, no
sin esfuerzo. En un gesto épico y doloroso. Disparó a sus recuerdos y silenció
a su corazón, para poder seguir adelante.
La vibración del móvil me despertó.
Sentí cómo colocaban un revólver en la boca de mi estómago y disparaban una
bala de punta hueca dentro de mí al leer sus palabras. Penetró mi piel, el
tejido muscular, y estalló. Desperdigó todo su recuerdo por mi cuerpo. No lo
mató, simplemente lo transformó. Está cogiendo fuerza aquí dentro,
recomponiendo cada instante y tratando de cicatrizar el disparo a bocajarro.
A veces, cuesta más cicatrizar un recuerdo
que un disparo.
Fue un disparo perfecto, como sus cejas
perfectas, dibujadas por uno de esos artistas del renacimiento, que trataban la
proporcionalidad como la base de la belleza. A quemarropa, como esos ojos que
ni el mismísimo Da Vinci, hubiese podido recrear. Verde, esmeralda, verde,
profundo, como esa maldita bala que se clavó en mis entrañas y explotó. Verde,
de ese en el que uno se quiere perder pensando que está en la selva, sin
moverse de sus pupilas. Pupilas, dilatadas hasta la extenuación, dicen que eso
corresponde al corazón, que se nos dilatan cuando nos grita que esa otra
persona es algo más que un simple desconocido. Quizás el disparo sea
irrecuperable, pero al menos, me perderé en esos ojos una y otra vez, cada vez
que cierre los míos.
Aún huelen mis manos a su pelo,
planchado y liso por el calor. Aún siento esa caricia, esa forma de sus labios.
Aún, podría dibujarla sin ni tan siquiera pensar. “Quiero grabarte” – le
susurré, porque yo, que vomito letras, era incapaz de alzar la voz.
Sigues en mi retina, en mi cabeza,
dentro de este cuerpo que recibió un disparo a quemarropa y que se recompone,
cual ave fénix movido por una extraña sensación. Una estúpida creencia acerca
de la posibilidad de que quien tiene que ser, al final, de algún modo, es.
Esos que creen en el hilo rojo, que une
a las personas, son unos jodidos ilusos, nunca lo creí. Pero ojalá exista,
porque sé, que el mío está prendado de esas pupilas, de esa larga melena, de
esas cejas dibujadas con tiralíneas. De esos pendientes que escondes pero que
adornar todo. De tu alma, llena de luz y que es capaz de vencerlo todo.
Y ojalá que exista.
Siempre.
Gracias por el disparo, siempre, el
dolor recuerda que seguimos vivos. Me metí dentro de mí. Hay alguien que sigue
queriendo escribirte, cada día. Y resulta, que me late el corazón, y sí, empiezo
a creer que lo hace por ti.
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