Me perdí mil noches en tu cintura. En aquellos ojos verdes, ese flequillo tan tuyo. Me convertí en lo que no fue ninguno. Una noche cualquiera me dijiste la verdad cuando me mentías. Siempre nos amamos sin querer y nos quisimos sin poder. Más de una madrugada junto a ti, más de una despedida sin placer. Parece que no pudo ser, que el alcohol debía ganar aquella batalla que perdimos los dos.
Mientras un vaso de ron me borraba tus recuerdos, nos volvimos a ver. En aquel antro, acabamos enamorándonos. Te acercaste a mí, recuerdo que por aquel entonces llevabas el pelo largo, tan negro como siempre. Me miraste extrañada con aquellos ojos que decían, no te esperaba, pero te echaba de menos, a pesar de que tú no querías.
Te quitaste esa chaqueta de cuero, que te hacía parecer tan dura, y te ayudaba a ocultar tu dulzura. La dejaste en una silla a mi lado, y toda entera cubierta con un vestido de vino tinto, me dijiste: “Si tú quieres bailamos”. Y casi susurrando, te contesté: “Si me lo pides, yo hasta canto”.
Nos fundimos el uno en el otro, queriéndonos despacio, sin prisas, con alguna risa. Confesiones, deseos, secretos, besos y miradas. Tus brazos rodeando mi cuello, mis manos jugándose la vida en la frontera de tu espalda…
Y nos quisimos querer, amando sin poder. El tipo del bar, nos miraba extrañado, como embobado.
Y nos fuimos, queriéndonos de la mano. Rozando nuestra piel, viviendo nuestra historia. Me susurraste al oído: “Cógeme bien fuerte, que esta vez, no me quiero perder”. Terminaste aquel susurro con un beso, y yo apreté tu mano, me miraste, escuche tu sonrisa y vi tu risa. Y desde aquella vez, cuando paso por aquel antro, recuerdo que tú eres un encanto, sonrío y vuelvo a tu lado.
Nunca te dejé de querer, y ahora, sabemos el por qué. Cada mañana, cuando aún duermes, o eso creo yo, te digo al oído: “te quiero”.