Seguidores

27.1.16

R.esiliencia

Resiliencia. Deriva del latín (como no) resilire, literalmente significa: saltar hacia atrás, rebotar, replegarse. Y según la RAE, la definición más correcta para lo que quiero transmitir es la siguiente: capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversa.

Y esa simple palabra, repleta de significado, aparece cosida a su cadera derecha, aunque siempre he pensado que me define más a mí que a nosotros. Aunque en realidad estaba ahí mucho antes de que yo llegase, pero la tomé tan al pie de la letra, que resistí, siempre, a todos esos vaivenes que tenía y traté de mantenerme impasible a su lado. Siempre quise que mis brazos, se aferrasen a sus anclas, porque en el fondo, fue ella siempre quien puso mis pies en la tierra, a su modo, era mi ancla. Y me perdía cada vez que se iba, me hundía, pero cuando recordaba esas letras aferradas a su cadera, me decía a mí mismo que debía aguantar, pasase lo que pasase. Contra viento y marea, nunca mejor dicho, su ancla que era la mía, y su resiliencia que era la nuestra, esa capacidad de soportarlo todo, por muy mal que nos viniese la vida en esos instantes.

Es curioso, que algo que acaba  en la piel de una persona, algo que eliges expresamente el sitio donde permanecerá, si lo consideras necesario, para siempre, tenga su origen en un idioma que lo es todo. La reina del latín, resilire. Y en el fondo, seguimos resistiendo.

Desde el primer momento me enganché a esos ojos azules, pero en cuanto descubrí cada secreto que escondía, especialmente ese que estaba marcado a aguja, sangre y tinta, me volví un maldito adicto a su piel. Nunca le llegué a proponer que marcásemos todo aquello que existía con fotos, letras o tinta, porque sé que aunque no queramos, permanece adherido a nuestras retinas, cosido al corazón que en cada bombeo recuerda todo aquello que fuimos, o que somos, quién sabe.

La historia, nuestra historia, siempre ha estado repleta de latín, quizás porque para mí, ella era la reina de ese mismo idioma, pero también porque era algo que nos unía y que nos gustaba a partes iguales. Más tarde, asocié un aforismo en esa lengua, a alguien, que ni mucho menos era ella, pero que en algunos momentos me hacía revivirla. “Amor omnia vincit”. El amor todo lo puede, y aunque para esa persona es una definición perfecta, creo que en el fondo, no lo puede todo, porque hay cosas que sólo la piel consigue mantener, y a distancia, es tan difícil como no olvidar a quien ya no está.

En piel, a sangre, aguja, tinta y recuerdos, aún me llevas, lo sé, aunque te falten las tres primeras partes, la sangre, la aguja y la tinta, sé que en algún lugar, quizás el rincón más inhóspito de tu espalda repleta de cicatrices tatuadas, esté yo, aunque espero que estemos nosotros. Como una herida abierta, esa que de cuando en cuando sangra, para recordarte su presencia. Quién pudiera sangrarte para olvidarte. Espero que me lleves tan alto, que caer me parezca una obligación y no una maldita agonía.

Resiliencia – Capacidad de seguir muriendo mientras tú no estás, de revivir cuando vuelves, de sentir que te alejas y de sorprenderme cuando apareces de nuevo. Insuficiencia vital del yo si no estás TÚ.

Para mí, eso es resiliencia, espero que acabe cosido a tu piel, pero con estas palabras, con esos recuerdos y con todo aquello que no nos dijimos. Si quieres que esa cualidad permanezca en nosotros, vuelve, que las tormentas invaden mi cabeza y las nubes tus ojos azules. Que ya no somos, que no nos queda nada, que no tengo ancla ni puerto, que no tienes palabras, que no nos tenemos.

“Siempre he oído eso de que unos pies fríos implican un corazón caliente. Los míos arden, debo estar helado”. – M.


13.1.16

Guerra

Las secuelas de una guerra que no quieres librar suelen ser irreversibles. Es algo así como el peaje inevitable que has de pagar para circular por la vida. Puede que haya ocasiones en las que las secuelas apenas sean visibles o que al cabo de un tiempo, no dejen rastro alguno. Esas malditas consecuencias, me lastran cada día, me impiden acercarme incluso a un vago recuerdo de lo que fui, pero no me importa, sé que llegarán esos tiempos mejores en los que tan sólo tenga esos momentos como un maldito recuerdo en una, espero que para entonces sí, marchita memoria debilitada por el tiempo.

Libramos guerras cada maldito día, contra algunas enfermedades que nos asolan, contra gente que quiere luchar porque le han robado su camino o contra nosotros mismos. Y no queda nada, simplemente tratar de sobrevivir, como sea y anteponiendo lo necesario para continuar aquí. Pero es una tarea tan ardua, que a veces tirar la toalla se presenta como la única opción factible para dejar de sufrir y de pelear por algo que cada vez se aleja más.

Me rodean las indecisiones y las inseguridades, me atenazan cada vez que decido algo, y ya sólo me queda un pequeño resquicio de felicidad al que aferrarme para no dejar de luchar. Y siempre encontramos lo necesario, en el momento menos esperado, y por suerte, siempre viene de alguien, de una mujer.

Una mujer, irremediablemente perfecta. Unos ojos parduzcos enmascarados por unos párpados ligeros, son su rasgo más singular. Unos labios perfectos, sin fisuras a pesar de todas esas sonrisas que me dedica. Tiene algo roto, eso es cierto, el alma, porque joder cuantas personas somos capaces de destrozar en el camino que todos seguimos hasta la completa satisfacción, pues ella, se ha cruzado en demasiados que no eran los adecuados. Tiene unas clavículas de vértigo, profundas, como sus ojos, y tan sumamente complejas como todo eso que esconde bajo sus largos cabellos.

Cosió su suerte a mi espalda, jugó todas sus cartas a esos sueños irreductibles que se acumulan en mis ojeras, y es posible que jamás hayamos tenido nada más perfecto que esos momentos en los que se dedicaba a escribir, con esas manos heladas, su nombre en mi espalda. No sorteaba ni una cicatriz, las marcaba todas como suyas, propiedad de la chica de las tierras lejanas en los ojos.

Me prometió al oído que mi guerra era la suya, pero que la más importante, sin duda, era nuestra guerra. “Quédate a mi lado y luchemos cada noche, rompamos esos malditos planes y juzguemos a la luna cada vez que salga el sol. No te pienso perder, porque a pesar de todo, eres lo mejor que me ha pasado jamás”.

La comí a besos. Y ella sólo reía. Aún seguimos así, riéndonos mientras nos besamos. Aquí, luchando una guerra interminable, la de mis dedos y sus labios. La de mis miedos y sus esperanzas.


La suya, y por suerte, la mía.

12.1.16

Todos

Avanzo con el estómago anudado por unas calles desiertas. Cada vez que mis pies tocan el suelo, hojas mojadas se adhieren a mis suelas y me acompañan en el camino a mi triste destino. No cesa de llover, mi pelo empapado se deja vencer por el agua y acaba enturbiando mi visión. Los pasos que me quedan son de sobra conocidos, tampoco necesito ver lo que tengo delante, porque todo lo que me resultaba interesante, va quedándose atrás.

Vuelvo allá donde ya estuve una vez. Las paredes han cambiado sus colores a unos tonos levemente más vivaces, el silencio sigue siendo aterrador. Los jardines, tan verdes como hace años, y las habitaciones tan jodidamente carcelarias como me parecieron en mi última visita. Esas estancias de la muerte, porque en realidad es lo que espera cada una de esas cuatro paredes, siguen empapeladas hasta media altura, y después, un decrépito color amarillento, tremendamente resistente al uso, continúa hasta el techo. Pulcramente blanco.

Una cama y un sillón con un aspecto bastante confortable. Unas ventanas que gritan por la libertad de todo eso que fuera florece y dentro, tan sólo perece. Están entreabiertas, una tímida ráfaga de aire penetra en la habitación y regenera ese ambiente sumamente respirado, enturbiado por pensamientos nada positivos, visitas que se alargan demasiado y algunas palabras que quedan en nada ante el imperante poder de unos ojos que comunican todo aquello que pueden en vistas del triste final que les aguarda.

Las sábanas son más blancas, si cabe, que el propio techo. Están perfectamente planchadas, y dentro su cuerpo. Aún queda un resquicio de todo lo que fue, parece que tiene unas ganas tremendas de seguir luchando, pero se apaga. Un fuerte quejido, y todo lo que él era, se va. Y allí, atento a sus últimos instantes, aferrado a unas manos que antes me cuidaron y que ahora jamás volverán a indicarme el camino a seguir.

Silencio, un ruido sordo. Enfermeras. Se ha ido. Silencio ruidoso. Y allí, junto a esa puerta de color crema, maltratada por el paso del tiempo y de las personas, yo. Destruido, derrumbado completamente porque se había terminado. Mi espalda contra la pared, mis brazos golpean su habitación, intentando luchar contra un fantasma que ni siquiera existe. Las lágrimas comienzan a brotar, el teléfono suena en uno de mis bolsillos, no cesa jamás, o eso me parece. Acabo sentado en el suelo, mi rostro entre las manos y todo lleno de lágrimas. Joder.

No me dejan pasar, supongo que quieren evitarme una de esas agónicas visiones que te martirizan para el resto de los días que quedan en este camino. Una paz brutal. Silencio de nuevo.

Un frío recibidor, recubierto de mármol jaspeado.

Hoy también llueve, o llora.

Todos menos yo.


9.1.16

Desesperadamente en guerra

“Me despierto en sueños y aún sigues ahí, a mi lado, moviendo rítmicamente tu pecho, mientras tu pelo se cuela en mis sueños, su olor invade mis recuerdos y acabo besando ese cuello tuyo, tan delicado, perfectamente adornado por un pequeño símbolo que nos recuerda la fragilidad de todo esto que tenemos, o teníamos, o tendremos…Toda tú me evade y se empeña en encontrarme”. - Desesperadamente tuyo.


Y así cada noche, se despierta temiendo que ella no esté, que ella, se haya vuelto tan fugaz como esas estrellas que una vez soplaron y desearon juntos. Se sentía un tipo afortunado por poder compartir sus momentos con aquella mujer perfecta, de ojos negros, pelo oscuro, mirada incansablemente brillante y sonrisa perpetua teñida con lágrimas de cuando en cuando. Cada noche, se deshacía en besos por su espalda, besaba cada cicatriz hasta acabar en el tatuaje de su cuello, se volvían uno cuando sus labios se unían, nerviosos, buscando cielos en esos paladares hastiados de besos salados.

Se rompían en mil pedazos cuando nadie los veía, estaban enganchados. Él a esas pupilas de las que se desmarcaban un par de ojeras perpetuas, en las que reposaban esos sueños que no se duermen. Y ella, era adicta a sus letras, a sus ideas, y a esas inmensas ganas de ser el tipo desequilibradamente perfecto que era. Eran, una de esas parejas jodidamente perfectas, esas, que nunca terminan bien. Se acaban destrozando porque no conocen límites para querer, y es ese amor, incondicionalmente brutal el que acaba con todo. Devastador.

Destrozaron todos los registros posibles. Libraron una guerra, breve, pero intensa. Apenas unos meses les bastaron para acaparar todo el jodido amor del mundo y concentrarlo en unos míseros metros cuadrados. Una habitación oscura, repleta de sueños, jadeos y palabras, que se desvanecían cuando ambos se fundían, se mordían y se sentían.

Consumieron todas las existencias que les quedaban, firmaron un tratado de paz ficticio, se saldó la guerra con un par de muertos, y unas cicatrices irreconciliables. Un tímido beso acompañado de un par de puñados de lágrimas clausuraron la mejor historia de amor jamás contada.


La tuya y la mía. 

8.1.16

Las despedidas

Hace no demasiado, pensaba acerca de lo jodido que puede ser despedirse de alguien, y la verdad es que es algo tremendamente complicado. Pero esto se torna en una nimiedad frente al hecho de tener que vivir sin ese alguien al que has despedido para siempre.

Uno no se acostumbra a no escuchar esa voz que antes comentaba cada paso que dabas lleno de orgullo. No acabas de hacerte a la idea de que cuando tú te levantes ya no estará ahí, y tampoco imaginas la cantidad de hitos, para ti históricos, que se perderá porque te lo han arrebatado antes de tiempo. En realidad no te haces ni la más mínima idea de lo difícil que será volver a vivir, si es que se le puede denominar así a eso que uno hace cuando pierde a alguien, cuando toda esa fase de duelo, en la que te encuentras tremendamente acompañado, se disuelve y pasas a ser uno más en este mundo. Uno más con algo menos, pero ya a nadie le importa si lo llevas bien, si eres capaz de soportar las consecuencias que te ha dejado esa pérdida o de si eres capaz de levantarte por las mañanas sin derramar un par de lágrimas aún tendido sobre la cama.

Cuando la gente se olvida, eres el encargado de mantener vivo ese recuerdo que queda, de hacer que la pérdida sea menos evidente en tu día a día, pero que su vida sea inmortal. Y eso es lo más complicado, porque en realidad no tienes ni puñetera idea de cómo puedes hacer que no se te note carente de afecto o de aliento porque esa persona no está. Pero lo que si sabes, o deberías saber, es cómo hacer que sea inmortal. Porque al igual que mantienes vivo ese recuerdo en tu mente, a quienes lo merecen, les hablas de esa persona que tuvo que irse, y quien lo escucha se lleva una parte de su vida y eso permite que el recuerdo perdure, que siga tan vivo como lo estamos nosotros.

Y al final, acabas haciéndote a la idea de lo que es la vida sin ellos. Terminas por mostrarte súbitamente insensible a todo aquello que pretende atacarte, y acabas logrando cosas, porque quieras o no hay que seguir adelante. Te pierdes en fotos, te buscas en cualquier rincón de casa y te encuentras cada noche con su recuerdo. Has tirado su ropa, has guardado correctamente sus cosas, o quizás alguna la llevas contigo, porque te hace sentir un poco más fuerte. Pero ya no esperas cruzártelo por el pasillo de casa, o por la calle, ni una llamada de teléfono, ni esperas que esos pasos que salen del ascensor y ese tintineo de llaves se dirijan a tu puerta, abran y te digan que ha sido todo un sueño, que los últimos meses o años de tu vida tan sólo han sido una ilusión. Que aún quedan abrazos en sus brazos, lágrimas en sus ojos y sonrisas en tus pupilas. Que nada era cierto, pero por desgracia, todo es de verdad.

Es entonces, cuando estás en la absoluta ruina emocional cuando necesitas a esa gente, que tiene un don especial para sacar toda tu fuerza. Esas personas, que no tienen miedo a hurgar en tus heridas, que no temen llorar y reír contigo, esos que cuando consigues algo te miran satisfechos y agradecidos, como si los que se nos fueron nos mirasen a través de sus ojos.


“Y dejé de caminar, para poder reunirme contigo. Me encontré con unos ojos del color de la luna mirándome, disparando sonrisas para que me levantase y continuase el camino. Es inevitable que nos reunamos algún día, esta historia nuestra está condenada al final. Pero me encontré con una mirada especial, una que permanece inalterada pese a la adversidad, y con la que camino de la mano. Gracias”.


1.1.16

Ahora que te vas...

Ahora que te vas: 

Supongo que esto es mucho más fácil que todas esas cosas imposibles que hacemos, pues tú te vas y el resto nos quedamos aquí, esperando a que llegue algo que empuje unas palabras entre nuestros dientes o afloje nuestros labios para que éstos dibujen una falsa sonrisa. Es probable que estos últimos días, se hayan quedado grabados  a fuego en nuestras retinas y en las maltrechas memorias de aquellos que a pesar de no haberte querido ahora se compadecen de mí, porque por suerte sé que, definitivamente, te vas. 
Han pasado algunos años desde que una tarde de septiembre en la que el sol comenzaba a caer, me crucé con esos ojos, que cargaban con una mirada altamente adictiva. Supongo que tenía que engancharme a ella, el problema es que también me enganche a esas ojeras malhumoradas tuyas, a esos labios rotos por las comisuras, a esas cicatrices atestadas de recuerdos y a esas manos heladas tan tuyas. Pero era irremediable, siempre me tentó que fueses inalcanzable, pues no soy capaz de concebir una vida que no implique luchar constantemente para lograr aquello que quieres. Y lo que más quería era a ti. 

Pero ahora que te vas, debo decirte que te dejaste ir hace demasiado tiempo. Cuando rompiste tus pupilas en mil pedazos para deshacerte en un llanto desconsolado por culpa de unos ojos que no te miraban como debían, te empezaste a ir. Pero eso no fue todo, no dejaste ni un pequeño resquicio por el que colarme para borrar todo aquello que te atrapaba en ese lodazal en el que quisiste sumergirte, y fui testigo directo de aquel hundimiento.

Tus pupilas, decrépitas, atenazaban mis sueños, tus labios, reconstruidos por la rabia, amenazaban cada paso que daba y me hacían retroceder. Dejaste de ser tú, te convertiste en uno de esos ídolos de frío oro, que tan sólo asustan y decoran inhóspitos parajes por los que vagan las almas condenadas. 

Y ahora que te vas, quiero decirte que espero que vuelvas. Que florezcan en tus ojos las primaveras que nos queden. Que se rompan las flores en las brechas de tus labios y que el sol cierre tus cicatrices. Si todo eso sucede, quiero que vuelvas aquí, donde las noches son tan frías que entre tus manos y las mías, calmamos mil tormentas que se enganchan en tu pelo enmarañado.  

Que te quise, siempre.