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16.11.17

Resurgir

He encontrado la redención, he descubierto la vida, detrás de la vida. Si les soy sincero, ni siquiera sé con certeza si llegaré a cumplir la edad suficiente como para dedicarme a la vida contemplativa. Me encantaría poder cumplir con esas expectativas que todos los jóvenes tenemos sobre las personas que ya han dado todo en su vida y ahora se pluriemplean como abuelos, canguros, supervisores, comparadores de precios y personas felices.

Y hasta ahí es donde quiero llegar, a convertirme en un ser feliz, en alguien que cuando te cruzas con él por la calle no puedes evitar sonreír porque te contagia la sonrisa. Quiero arrugarme todo lo posible, y con mis dientes, posiblemente postizos, sonreír sin parar a todo el mundo. Quiero empezar esa revolución de la felicidad.

¿Por qué todo esto? Imagino que piensan que he perdido el norte. Ciertamente considero que lo encontré una vez, pero vago por el mundo en su busca. De momento me va bien. Pero no quiero seguir divagando, eso lo dejaremos para otro momento.  Quiero convertirme en ese hombre que veo al lado de una de las puertas que custodian esta ciudad, y que no para de sonreír.

Me cruzo con él cada mañana, y soy incapaz de evitar reparar unos segundos en él. Desprende paz, una serenidad enorme, y me transmite la calma y la felicidad necesaria para comenzar el día. El otro día lo vi, con su esposa (siempre me pareció una palabra extraña), repartiendo pan entre los árboles para que sirviese de alimento a los pájaros.

¿Acaso cualquiera de ustedes que ahora mismo está iluminado por una pequeña o gran pantalla leyendo esto sería capaz de tener un gesto tan desinteresado? Sí, será el pan que no comen, será lo que les sobra, ¿pero no es eso la vida?, no es dar todo lo que nos sobra para poder ser felices…

Hace un par de años, también me cruzaba con un hombre en silla de ruedas. Me parecía curioso verlo ataviado con ropa deportiva, moviendo con su mano derecha la palanca que en aquellos momentos dirigía su vida. Qué valor, ¿no creen? Tener la convicción de que se puede, no rendirse, seguir luchando, aunque ni siquiera puedas levantar tus pies apenas un par de milímetros del suelo y toda tu actividad física se reduzca a la mínima expresión.

Ahora se preguntarán, por qué demonios aparece este tipo después de meses, para contarnos todo esto… pues se lo confesaré.

Yo he estado ahí. Yo he pensado que sería incapaz de salir de ese maldito pozo que oscurece toda una vida. He llegado a pensar en rendirme, en redimir todos mis pecados con un solo corte, certero, empapado de agua para irme a mayor velocidad. Yo he pensado redactar una nota, breve, escueta, con apenas una decena de palabras para decir que me iba, que no volvería jamás, que no me buscasen, que no quería ser encontrado. Y he pensado no volver al mundo real, quedarme en esa maldita zona de confort, sin que nada perturbase mi tranquilidad y puta tristeza.

Pero llega un momento en el que algo te hace ver la luz. En mi caso alguien, que en lugar de tomarme como un preadulto medio depresivo, agrio, apático y borde, decidió encontrar algo más dentro de mí. 
Y cuando alguien se queda a pesar de todas las tormentas que eres capaz de crear, es porque tiene la firme esperanza que debajo de toda esa oscuridad existe algo por lo que merece la pena pelear. 
Cuando te das cuenta de lo que está haciendo por ti, puedes pensar que no merece la pena, que por mucho que se empeñe, todas esas cosas que son capaces de empañar una vida, volverán, y cernirán nubes negras sobre tu cabeza, y por qué no decirlo, tendrán la decencia de dejar escapar un rayo para poner fin a la historia.

Y la otra cosa que se te pasa por la cabeza, es que estás hasta los mismísimos de andar arrastrándote por la mediocridad, de dejar que todo el mundo piense que no vales nada, y de decir tú mismo que no lo vales. Lo jodido es que esa persona que te quiere traer de vuelta, te convence de lo contrario, y te empieza a llenar de la luz que proyecta.

En mi caso, empecé a reflejar luz, la suya, la de alguien eviterno. Comencé a pelear de nuevo, a desempolvar la sonrisa y a desfruncir el sueño. Pero hay algo aún mejor en todo esto, ella, porque indudablemente fue una mujer, me rompió en mil pedazos, ¿increíble, verdad? Y fue capaz de llenar todo esto de una luz radiante, de darme vida de nuevo.

Cada vez que recuerdo esos primeros meses en los que se empeñó en redescubrirme el mundo y al mundo, pienso en eso que dicen, que las grandes fragancias se guardan en frascos muy pequeños, porque su corazón, debe estar desbordándole el pecho. Por eso tengo la suerte de que lo comparta conmigo, para llenar todo este hueco que me empeñé en dejar vacío.

Así que sí, quiero llenarme de arrugas, de una fuerza insospechada, quiero poder llegar a la vejez, y quedarme mirando sus ojos. Y saber, que toda esa reconstrucción desde las cenizas, mereció la vida. 
Y la pena, también.

No iré a darle pan a las palomas, pero prometo rebuscar sonrisas entre las prisas de la gente.


Gracias por hacerme ser un ave fénix.

15.11.17

Lienzo en blanco

“Mi piel es un lienzo en blanco. Bueno, más bien, mi piel es un erial de tinta” – aseveró al preguntarle por si tenía algún tatuaje que cubriese su piel.

Tardé unos meses en descubrir que a pesar de estar exenta de tinta, su piel no estaba falta de historias. Su espalda, no tenía ni una cicatriz, pero estaba repleta de heridas de vida, que no de guerra. Para guerra, la que ella me propone siempre.

Me pasé noches enteras acariciando sus heridas, hurgando dentro de ellas, hasta tocar hueso, hasta hacer brotar las lágrimas, no para hacer que duelan, más bien para curar. Convertí cada herida en una historia, cada historia en una lágrima y todas las que se descolgaron de esas pupilas marrones, en unas sonrisas imborrables.

Y así, en vez de dedicarme a contar historias, me dediqué a curarla de su vida, a hacerla vivir con la sonrisa puesta, como siempre hacía, pero sin tener la espalda llena de esas hostias que pega la vida y nadie se atreve a curar.

Ella, por su parte, ahondó en todas mis cicatrices, las descosió por completo, las abrió al aire, dejó que se infectasen, que supurasen, que volviesen a doler. E hizo que curasen, sin palabras. Con unas escuchas largas, un gran paquete de pañuelos de papel y centenares de besos, de esos que no importa dónde ni cómo te los den, porque son capaces de devolverte a la vida, por muy dura que haya sido.

Y volví, A. la vida. A una vida de verdad.

Y volví, a descolgar lágrimas de felicidad. A morir, pero de risa. A doler, pero de amor.

Y volví.


Me quedaré siempre. 

9.6.17

Dos ángeles

Hace semanas que lo cruzo en mi camino, tiene la piel curtida por el sol y las manos deterioradas, síntoma de haber pasado toda su vida en el campo. Parece no haber tenido una vida fácil, pero aun así, lo veo agitando algún objeto cada mañana para ahuyentar a las palomas y sonreír al hacerlo y mientras espera a que éstas vuelvan a posarse en un lugar cercano.
E imagino, una vida dura, plagada de horas al sol trabajando para labrarse un futuro, en alguno de estos campos de Castilla, para disfrutar del retiro en la ciudad. Quizás ya abandonado por el paso de los años, que irremediablemente nos arrebatan todo. Y tal como sonríe, lo imagino dejándose hasta el alma en cada cosa que haya logrado en su vida.
Lo imagino queriendo, en esas épocas de postguerra a una mujer, que al final cedió ante el empuje de un hombre que valía más por ese corazón que le palpitaba dentro del pecho que por lo que podía darle. Yendo a una verbena, bailando hasta la media noche, como si de un cuento se tratase, en una cálida noche de verano en la que hasta los mosquitos se rindiesen al calor, y a esa suave brisa que soplaba aquella noche. Él, con sus pantalones de domingo y una camisa blanca, raída por el uso, pero aún con una larga vida por delante, acuciada por la necesidad que primaba el llenar el estómago antes que vestir bien. Y ella, con su vestido estampado y unos zapatos con la suela de esparto. Y así, sin grandes lujos, sin ese rimbombante brillo de los bailes modernos de película, sin una banda sonora, con pasodoble español o cualquier otro ritmo entonado por la charanga, y rodeados de la sencillez de esos pequeños pueblos… se deslizaban por la plaza del pueblo bailando. Como si de dos ángeles se tratase.
Y ella se hizo ángel. Mucho antes de lo que a él mismo le hubiese gustado. Las primeras canas y las arrugas llegaron juntos, pero no les dejaron vivir el verano en la gran ciudad. Eso sí, todos los que vivieron, los pasaron caminando juntos, de la mano, por el paseo del Espolón, mirándose como si aún estuviesen en ese baile, como si no hubiesen pasado 60 años, como si aún fuesen esos dos ángeles que a la media noche se despidieron en la puerta de ella, dejándose resbalar las manos en la despedida.
Sólo le quedan esas palomas. Esa media hora, a la sombra del Arco de Santa María, espantándolas, sonriendo. Queriendo que le lleven tan alto, que pueda rozar de nuevo ese cielo en el que se encuentra ella.

Que le sigan volando las palomas, que nunca se apaguen sus sonrisas, que son eternos, y ese arco, jamás olvida.