Me gustan las despedidas en días
soleados. Creo que es un punto a favor de estas. En realidad son igual de
horribles, aunque siempre ese toque de calor que le aporta el sol las hace
levemente diferentes.
Irse es siempre una putada, no lo
negaré jamás. La cosa difiere en la forma en la que uno se va. Si es el
momento, o simplemente es una marcha obligada, y lo que es peor aún, sin
retorno. Otras veces, somos nosotros mismos quienes decidimos saltar del barco
sin que éste se haya acercado a la orilla. Y eso tampoco está del todo mal,
supongo que cada uno tiene sus razones.
Yo soy de esos tipos que se va como
aparece, sin hacer demasiado ruido y no dejando rastro. Esa es mi especialidad,
abandonar cuando todo parece estar bien. Y eso es lo que hice.
Me llamo, Martín, aunque esto no
tiene la más mínima relevancia en lo que os voy a contar. En estas estoy, acabo
de tirar por la borda, y nunca mejor dicho, bueno ahogar en el profundo mar de
la desesperación tampoco sería desacertado, volvamos... acabo de arrojar al
fondo del mar lo mejor que he tenido hasta el momento.
Y no me refiero a un coche rápido o
una casa grande. Tampoco a un barco, a pesar de los símiles náuticos que han
aflorado en estas líneas. Acabo de borrarme, casi literalmente, de la vida de
ella. Supongo que ahora es cuando vosotros ansiosos por saber quién es ella
estaréis dibujando en vuestra cabeza una mujer idílica.
¡Pues no! Ella es más bien la
antítesis de todos los cánones de belleza que puedan tener ustedes. No es
exageradamente alta, ni extremadamente esbelta. Tampoco destaca por sus
kilométricas piernas ni por sus voluptuosos atributos, es más, ni siquiera
posee unos ojos que llamen excesivamente la atención.
Les diré que sus ojos se asemejan
más a la tierra que al cielo, que sus piernas, se encargan de unirla al suelo y
no la invitan a soñar con las nubes. Y su cuerpo perfectamente compensado y
armonizado, es algo parecido a una entrada al paraíso. No un descenso al
infierno de la cirugía y los botes de silicona. Es, en definitiva, una mujer.
Creo que no han leído bien. Una, MUJER. De esas de verdad, no las que aparecen
en catálogos de moda, o esas cosas en las que se suelen desvirtuar tanto las
formas que al final no sabes qué es lo que te gusta.
Y esa mujer, de cuya vida he
decidido borrarme, es morena, tiene los ojos extraordinariamente comunes, besa
como una diosa, y mueve las caderas para hipnotizarte, de una manera que si la
conociesen, se enamorarían de ella. Esas miradas furtivas, que nunca hicieron
prisioneros, porque no le hizo falta, son tan demoledoras que es imposible
decirle que no.
Pues bien, ya conocen algo más
acerca de esa mujer, pero poco saben de mí. Bueno, dejaré a un lado el acto
estúpido e irracional que acabo de cometer, pero fíjense bien en lo que les
contaré a continuación. Yo, ese que va justamente delante de la coma, soy un
tipo corriente. Algo así como el agua del grifo. Casi todos tienen, y muchos
solo la usan para fregar. Pues exactamente así era todo. Hasta que apareció
ella. Estaba un poco loca, pero qué le vamos a hacer, nadie es perfecto, y
quería esta agua corriente las veinticuatro horas. Decidió, digámoslo así,
enamorarse de mí.
Al principio todo son flores, y
buenos días. La cosa empieza a cambiar cuando un día ella encuentra un calcetín
sucio fuera de su sitio, y de pronto te das cuenta de que el que está fuera de
su sitio eres tú.
Que hace ya meses que ella te llama
por tu nombre, y eso es jodidamente (perdonen la expresión), malo. Eso,
irremediablemente indica que algo se ha perdido. Y este que se considera autor
de estas líneas, decide que ella, Lucía, se merece algo mejor.
Lucía es la que generalmente
apacigua las tormentas, las suyas, las mías y las nuestras. Y últimamente, soy
yo el único que oye llover, y ve relámpagos, donde solo hay actos de amor
desinteresado, y de fe por algo que ya parece consumido.
Por ese motivo me fui. Una de esas
mañanas en las que no tenía que ir a trabajar, vacié todos los armarios con las
cuatro cosas, ya mal avenidas que me quedaban, las encerré en unas maletas que
me habían acompañado al comienzo del sueño, y me fui. Deje las llaves en el
buzón y la mitad de la casa vacía. Ni una sola nota. Me borré.
Un cambio, quizás, extremadamente
radical. Pero ya les dije antes que las despedidas que más me gustan son
aquellas en las que uno se va sin hacer demasiado ruido. Nada más cruzar el
umbral de la puerta de salida del edificio, sentí que algo acababa de cambiar
para siempre. Aún no sabía si el cambio iba a ser positivo o no, pero no tenía
ni el más mínimo atisbo de duda de que así sería. Un escalofrío. Apague el
móvil, para no hacer más leña del árbol caído, y también porque no me sentía lo
suficientemente valiente como para afrontar todo lo que acababa de hacer.
Eran las cinco en punto por el reloj
de la estación de autobuses. Lo más probable es que en ese preciso instante,
Lucía tras recoger las llaves, mis llaves, del buzón, estuviese girando las
suyas dentro de la cerradura de casa, de la que había sido nuestra casa.
No puedo ni tan siquiera llegar a
imaginar en el momento en el que entró en aquel comedor, tan vacío de libros y
tan lleno de recuerdos. Si sigo reconstruyendo mentalmente sus pasos por la
tarima, supongo que aparecería en la habitación. Se plantaría delante de
nuestro armario empotrado, blanco, y lo abriría de par en par, cajones incluidos,
y vería allí, su ropa apartada apresuradamente junto a un extremo de la pared
interior, los cajones alternos, vacíos, contrastando con esos que albergaban su
ropa. Y después, al mirar bajo la almohada, solo vería su camisón, y no mi
vieja camiseta. Y mi mesilla, tremendamente desolada por la pérdida de aquellos enseres que
conservaba hace tan solo unas horas. Todo aquello aún rezumaba vida, incluso me
jugaría a decir que hasta esperanza.
Después, habrá ido, con los ojos
llenos de lágrimas, supongo, hasta el baño. Y puede que ese vaso que contenía
nuestros dos cepillos de dientes, haya tenido un trágico final a mi costa. Es
probable que esté buscando una explicación. No hay.
Mi móvil fantasmea en el bolsillo y
creo que vibra. Solo un reflejo de lo que realmente debería ocurrir. No tengo
el valor suficiente para encenderlo y exponerme a esa tormenta incontenible e
irremediable.
Tardé dos días en volver a conectarme,
casi literalmente al mundo. Casi 100 intentos de contacto en 48 horas. Mucho
más de lo que esperaba. Deslice la barra de notificaciones, y lo último que
pude leer, o que recibí fue algo simple: “¿Por qué?”
Me quedé helado. Ahora mismo se lo
puedo confesar, soy un completo estúpido. No me atreví a leer aquellos
mensajes, tampoco a responder a sus llamadas. Me pasé un mes a más de
doscientos kilómetros de nuestra casa.
Hoy hace exactamente treinta y
cuatro días que me fui. Aún no he leído ni llamado. Tengo que asumir lo que he
hecho, ella necesitará, al igual que yo pasar página. Hay un sol radiante en la
calle, he decidido que rodeado de gente, será menos traumático, y como les
dije, las despedidas con sol, duelen menos.
El primer mensaje era idéntico al
último, un simple “¿por qué?”, una respuesta que he tardado un mes en
encontrar. Después le seguían una serie de actitudes y reacciones típicas,
supongo. Desde las razones que debía tener en cuenta para volver, hasta lo peor
que he leído de ella para que no apareciese jamás. De nuevo estoy leyendo, hace
dos días me preguntó dónde estaba y por qué no volvía. Me quería.
Esgrimí mentalmente un par de
razones que yo consideraba de peso para que ella aceptase que era lo mejor, o
lo menos malo. Comencé a escribir, seleccionando cuidadosamente cada palabra.
Fue algo como esto: “Hola, Lucía. Sé que llevo cerca de un mes sin hacer caso
de tus señales de aviso, pero necesitaba tiempo para encontrar una respuesta a
tu pregunta de por qué. Creo que ha sido porque tú necesitabas más, y porque yo
no podía dártelo. Porque tú, eres capaz de acallar las tormentas y yo tan sólo
las llamo. Porque en el fondo, te quiero, y lo seguiré haciendo, pero te
mereces algo diferente a mí, alguien que no te haga lo que yo te he hecho.
Alguien a quien no llames jamás por su nombre. Alguien, que merezca estar a tu
lado. Por eso me fui, y por eso te escribo esto ahora.”
Contundente, ¿verdad? ¡Se equivocan
de nuevo! Desmontó mis argumentos, y no pude hacer nada para defender que eso
era lo mejor. Me pidió verme, y acudí. Ese maldito sol no me ayudó, solo dio
luz a la herida que estaba abierta.
Volví. Y lo vi todo igual de vacío
que lo dejé cuando cerré la puerta por última vez. Me invitó a un café y nos
sentamos en ese sofá en el que más de una noche habíamos utilizado para otros
fines menos “inocentes”.
La vi más fuerte que nunca. Con unas
ganas terribles de luchar, aun no entiendo el motivo, pero las tenía, se lo
aseguro. Ahí está frente a mí. Me ha lanzado una de esas miradas que te atrapan,
y no he podido escapar.
Le expliqué que yo no era lo
suficientemente bueno, y que era mejor así. Afirmó que era ella quien decidía
si era suficiente o no. Me rompió en mil pedazos. Irreconstruible. Me levanté
decidido hacia la puerta y me persiguió.
Me pidió volver y le suplique que me
dejase marchar. Me dejó marchar y le supliqué un beso más. No pude, volvimos al
sofá. Me besó tímidamente en el cuello y yo perdí mis manos en su pelo. Buscó,
entre los cuellos de mi camisa un camino. Y lo encontré, yo, hacia su boca. La
besé, fue mejor que la primera vez que nos besamos. Lo recuerdo al detalle.
Mordió mi labio inferior castigándome por irme, y paró.
“Nos vamos”. Sentenció.
Y así fue, comenzamos de nuevo. Y no
había sol, pero estaba ella que alumbraba más, que cualquier estrella.