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31.1.15

Sola(mente)

“Sus frías e intrépidas manos decidieron enfrentarse a los nudos de mi espalda”.

Supongo que así es como empieza una buena historia de amor, reconstruyendo las cicatrices del otro, para poder comprenderse, negarse, quererse, y al final del todo, para olvidar y comenzar a construir de nuevo.

Les he narrado un par de veces, al menos, lo que significa querer, o construir algo partiendo de cero con una persona por la que cruzarías el infierno para volver a verla. Supongo que la perspectiva ideal de amor que tenemos depende del momento de nuestra vida en el que nos encontremos, del día que tengamos, o de la compañía. También influye la madurez emocional que tengamos, las experiencias que hayamos vivido y la capacidad de regular y expresar nuestras emociones.

Hoy quizás haya cambiado un poco la perspectiva icónica de amor irracional. Hay que saber querer con la razón, con la certeza de que es ella y no otra la que quieres que ocupe todos los días de tu vida. 

La inconstancia emocional que caracteriza a muchas personas, propicia ese vaivén de amor verdadero cada, más o menos, un par de semanas.

Y quizás todo derive del clima social que nos acompaña. Estamos rodeados de concepciones estereotipadas acerca de todo, catalogamos a la gente por su apariencia o simplemente su forma de vestir y no nos atrevemos a indagar en su realidad.

Las personas son sus cicatrices, recuerdos y experiencias. En dos semanas, lamento decirles que no es nada más allá de un simple divertimento, cosa que no criticaré, pues me parece lícito que cada uno utilice su libertad de la manera que considere más conveniente.

¿Es necesario querer para sentir? Es decir, si sabéis todo lo que necesitáis saber, os entendéis con una simple mirada, y habéis rellenado en común esos irremediables malos huecos que dejan las cicatrices… ¿hace falta algo más?

Pueden tomarlo como una aceptación resignada a la soledad, o como una llamada desesperada hacia alguien que necesito. O quizás como una conjunción de ambas cosas. Pero quiero que lo piensen, que mediten acerca de estas palabras. Curar las cicatrices de otro siempre implica algo más allá. No sé lo que es, y tampoco sé lo que se siente, pero quizás, puedan decírmelo ustedes.

“Mis manos, rozaron sus labios”. 

Así, es como todo debe acabar.


18.1.15

El camino...

Las casualidades no existen.

Así de rotundo quiero comenzar a trasmitirles mis ideas. Y es que es jodidamente cierto que todo pasa por algo, no hay lugar a la casualidad ni a la suerte, todo aquello que puedas conseguir vendrá dado por tu esfuerzo, el trabajo y la constancia que seas capaz de dedicar para obtener tu recompensa.

A veces, creemos que la gente aparece así porque sí, de pronto, en nuestras vidas. La mayoría de las personas llega hasta nosotros inexplicablemente, solo están ahí, porque son personas. Es lo que hay. Otras, sin embargo se dedican a ir adentrándose sin más ni más en las vidas de pobres inocentes para cambiarlas radicalmente y después desaparecer con una suave brisa de cambios.

Y las mujeres, al igual que el resto, aparecen con un propósito determinado. Por simple afición a desencantar incautos, o para crear un récord de corazones rotos. Eso sí, sería injusto englobar a todas ellas en ese selecto grupo. Hay otras muchas, la gran mayoría, que aparece para hacer de tu vida un lugar mejor, pero aun así, al igual que ellas prefieren a los tipos malos, ellos quieren a las que son duras de pelar.

Son esas, las primeras, quienes más merecen estas líneas. De todo se aprende, y la vida, por suerte, es una continua lección tras otra, aunque supongo que eso ya lo saben todos ustedes. Y hay quien no aprende nunca, y va de fiasco en fiasco hasta que se encuentra de bruces con su destino. No es fruto de la casualidad encontrar a alguien que te mereces.

Es decir, aparece, porque debe aparecer. No has estado bien jodido o jodida, durante años con un puñado de tipos malos o con alguna que otra Barbie que quería, entre copa y copa una distracción.

No les diré que esas personas aparezcan ahora. Porque estoy harto de todos esos que dicen que ya llegará. Y sí, llegará si salimos a buscarlo y nos ganamos cada palmo de nuestra vida para llegar hasta el final. 
Y algunos de ustedes, que siguen leyéndome, no entiendo muy bien el motivo, pero eso no nos acontece ahora, llegarán a establecer un sistema sostenido de emociones positivas. Eso que algunos para acortar han denominado felicidad.

Puede que no sea eterna, quizás no todos los días, es más que probable que tengan que ganar día a día esa pequeña dosis de felicidad, pero tengo fe en esa generación que no se conforma con ser como lo que ya han vivido. Creo que serán felices.


“Y su sonrisa marcó los pasos de un camino que no dudé en recorrer, porque allí, cada vez que mi ánimo cedía, la encontraba a ella. No era más que una mujer, pero les juraré que nunca vi nada igual. Lo hacía todo de verdad, hasta querer. Y aunque no puedo decir que la quiera, diré que me quiso. Sigue el camino, que al final, encontrarás esa sonrisa que un día hizo iluminar esos hastiados ojos.”

17.1.15

"Aislamiento preventivo"

Sus ojos, como ya les he dicho en más de una ocasión, son más azules que las profundidades del océano. Y más que navegar lo que me dediqué a hacer era naufragar y hundirme en mitad de las tormentas mentales que le acechaban constantemente su cabeza, y sus pupilas.

Ahora, que ya no trepo por su maraña de pelo perfectamente desenredado para la ocasión, me doy cuenta de que es mucho más fácil subir a la luna que conquistar su locura. Y es quizás este momento en el que uno se vuelve realmente consciente de lo que no tiene, de lo que quiere, y de lo que puede conseguir.

Puede que la complicidad de sus ojos sea tan sólo un síntoma de la debilidad de los míos. Cada vez que me propongo desmitificar sus caderas, estas se contonean frente a mis manos, esas que irradian un frío impropio, tan llenas de calor que se confunden entre sus delicadas formas que anhelan un poco más de amor.

Hay quien afirma que la realidad que vivimos es la que dibujamos con nuestros ojos, y creo que en cierto modo, tienen razón, aunque sin la extraña conexión que se establece entre estos y nuestra imaginación, la que ficcionamos con nuestros labios, nada sería más real que la pantalla que tienen ustedes delante, para hacer frente a la conjunción de letras que hace el tipo este que firma más abajo.

Volviendo a ella, y a sus ojos, su boca, sus alas escondidas entre las cicatrices de su espalda, su pelo, su todo, su nada, mis desvelos y sus anhelos, he de decir que se ha ido. El dolor del adiós se ha mitigado con otros ojos, otros labios y otras formas. Su figura se ha ido disipando con esas palabras tan carentes de alma como de fondo, que me dedicaba a susurros cada noche, entre bar y copa.

Quizás, el mejor de los finales prometidos sea el que nunca ha acontecido. Y aunque las despedidas con sol, siempre sean mejores, la suya con lluvia y mal de amores no ha estado nada mal.

Se pierde. Vuelven a flote esos ojos azules que ahora me vigilan desde la distancia con esa común disonancia entre lo que se quiere, se siente, se pide y se dice.


“Aislamiento preventivo”. El único remedio contra eso por lo que no quisimos poner tierra de por medio. 

12.1.15

Ya, nunca

Me gustan las despedidas en días soleados. Creo que es un punto a favor de estas. En realidad son igual de horribles, aunque siempre ese toque de calor que le aporta el sol las hace levemente diferentes.

Irse es siempre una putada, no lo negaré jamás. La cosa difiere en la forma en la que uno se va. Si es el momento, o simplemente es una marcha obligada, y lo que es peor aún, sin retorno. Otras veces, somos nosotros mismos quienes decidimos saltar del barco sin que éste se haya acercado a la orilla. Y eso tampoco está del todo mal, supongo que cada uno tiene sus razones.

Yo soy de esos tipos que se va como aparece, sin hacer demasiado ruido y no dejando rastro. Esa es mi especialidad, abandonar cuando todo parece estar bien. Y eso es lo que hice.

Me llamo, Martín, aunque esto no tiene la más mínima relevancia en lo que os voy a contar. En estas estoy, acabo de tirar por la borda, y nunca mejor dicho, bueno ahogar en el profundo mar de la desesperación tampoco sería desacertado, volvamos... acabo de arrojar al fondo del mar lo mejor que he tenido hasta el momento.

Y no me refiero a un coche rápido o una casa grande. Tampoco a un barco, a pesar de los símiles náuticos que han aflorado en estas líneas. Acabo de borrarme, casi literalmente, de la vida de ella. Supongo que ahora es cuando vosotros ansiosos por saber quién es ella estaréis dibujando en vuestra cabeza una mujer idílica.

¡Pues no! Ella es más bien la antítesis de todos los cánones de belleza que puedan tener ustedes. No es exageradamente alta, ni extremadamente esbelta. Tampoco destaca por sus kilométricas piernas ni por sus voluptuosos atributos, es más, ni siquiera posee unos ojos que llamen excesivamente la atención.

Les diré que sus ojos se asemejan más a la tierra que al cielo, que sus piernas, se encargan de unirla al suelo y no la invitan a soñar con las nubes. Y su cuerpo perfectamente compensado y armonizado, es algo parecido a una entrada al paraíso. No un descenso al infierno de la cirugía y los botes de silicona. Es, en definitiva, una mujer. Creo que no han leído bien. Una, MUJER. De esas de verdad, no las que aparecen en catálogos de moda, o esas cosas en las que se suelen desvirtuar tanto las formas que al final no sabes qué es lo que te gusta.

Y esa mujer, de cuya vida he decidido borrarme, es morena, tiene los ojos extraordinariamente comunes, besa como una diosa, y mueve las caderas para hipnotizarte, de una manera que si la conociesen, se enamorarían de ella. Esas miradas furtivas, que nunca hicieron prisioneros, porque no le hizo falta, son tan demoledoras que es imposible decirle que no.

Pues bien, ya conocen algo más acerca de esa mujer, pero poco saben de mí. Bueno, dejaré a un lado el acto estúpido e irracional que acabo de cometer, pero fíjense bien en lo que les contaré a continuación. Yo, ese que va justamente delante de la coma, soy un tipo corriente. Algo así como el agua del grifo. Casi todos tienen, y muchos solo la usan para fregar. Pues exactamente así era todo. Hasta que apareció ella. Estaba un poco loca, pero qué le vamos a hacer, nadie es perfecto, y quería esta agua corriente las veinticuatro horas. Decidió, digámoslo así, enamorarse de mí.

Al principio todo son flores, y buenos días. La cosa empieza a cambiar cuando un día ella encuentra un calcetín sucio fuera de su sitio, y de pronto te das cuenta de que el que está fuera de su sitio eres tú.

Que hace ya meses que ella te llama por tu nombre, y eso es jodidamente (perdonen la expresión), malo. Eso, irremediablemente indica que algo se ha perdido. Y este que se considera autor de estas líneas, decide que ella, Lucía, se merece algo mejor.

Lucía es la que generalmente apacigua las tormentas, las suyas, las mías y las nuestras. Y últimamente, soy yo el único que oye llover, y ve relámpagos, donde solo hay actos de amor desinteresado, y de fe por algo que ya parece consumido.

Por ese motivo me fui. Una de esas mañanas en las que no tenía que ir a trabajar, vacié todos los armarios con las cuatro cosas, ya mal avenidas que me quedaban, las encerré en unas maletas que me habían acompañado al comienzo del sueño, y me fui. Deje las llaves en el buzón y la mitad de la casa vacía. Ni una sola nota. Me borré.

Un cambio, quizás, extremadamente radical. Pero ya les dije antes que las despedidas que más me gustan son aquellas en las que uno se va sin hacer demasiado ruido. Nada más cruzar el umbral de la puerta de salida del edificio, sentí que algo acababa de cambiar para siempre. Aún no sabía si el cambio iba a ser positivo o no, pero no tenía ni el más mínimo atisbo de duda de que así sería. Un escalofrío. Apague el móvil, para no hacer más leña del árbol caído, y también porque no me sentía lo suficientemente valiente como para afrontar todo lo que acababa de hacer.

Eran las cinco en punto por el reloj de la estación de autobuses. Lo más probable es que en ese preciso instante, Lucía tras recoger las llaves, mis llaves, del buzón, estuviese girando las suyas dentro de la cerradura de casa, de la que había sido nuestra casa.

No puedo ni tan siquiera llegar a imaginar en el momento en el que entró en aquel comedor, tan vacío de libros y tan lleno de recuerdos. Si sigo reconstruyendo mentalmente sus pasos por la tarima, supongo que aparecería en la habitación. Se plantaría delante de nuestro armario empotrado, blanco, y lo abriría de par en par, cajones incluidos, y vería allí, su ropa apartada apresuradamente junto a un extremo de la pared interior, los cajones alternos, vacíos, contrastando con esos que albergaban su ropa. Y después, al mirar bajo la almohada, solo vería su camisón, y no mi vieja camiseta. Y mi mesilla, tremendamente desolada  por la pérdida de aquellos enseres que conservaba hace tan solo unas horas. Todo aquello aún rezumaba vida, incluso me jugaría a decir que hasta esperanza.

Después, habrá ido, con los ojos llenos de lágrimas, supongo, hasta el baño. Y puede que ese vaso que contenía nuestros dos cepillos de dientes, haya tenido un trágico final a mi costa. Es probable que esté buscando una explicación. No hay.

Mi móvil fantasmea en el bolsillo y creo que vibra. Solo un reflejo de lo que realmente debería ocurrir. No tengo el valor suficiente para encenderlo y exponerme a esa tormenta incontenible e irremediable.

Tardé dos días en volver a conectarme, casi literalmente al mundo. Casi 100 intentos de contacto en 48 horas. Mucho más de lo que esperaba. Deslice la barra de notificaciones, y lo último que pude leer, o que recibí fue algo simple: “¿Por qué?”

Me quedé helado. Ahora mismo se lo puedo confesar, soy un completo estúpido. No me atreví a leer aquellos mensajes, tampoco a responder a sus llamadas. Me pasé un mes a más de doscientos kilómetros de nuestra casa.

Hoy hace exactamente treinta y cuatro días que me fui. Aún no he leído ni llamado. Tengo que asumir lo que he hecho, ella necesitará, al igual que yo pasar página. Hay un sol radiante en la calle, he decidido que rodeado de gente, será menos traumático, y como les dije, las despedidas con sol, duelen menos.

El primer mensaje era idéntico al último, un simple “¿por qué?”, una respuesta que he tardado un mes en encontrar. Después le seguían una serie de actitudes y reacciones típicas, supongo. Desde las razones que debía tener en cuenta para volver, hasta lo peor que he leído de ella para que no apareciese jamás. De nuevo estoy leyendo, hace dos días me preguntó dónde estaba y por qué no volvía. Me quería.

Esgrimí mentalmente un par de razones que yo consideraba de peso para que ella aceptase que era lo mejor, o lo menos malo. Comencé a escribir, seleccionando cuidadosamente cada palabra. Fue algo como esto: “Hola, Lucía. Sé que llevo cerca de un mes sin hacer caso de tus señales de aviso, pero necesitaba tiempo para encontrar una respuesta a tu pregunta de por qué. Creo que ha sido porque tú necesitabas más, y porque yo no podía dártelo. Porque tú, eres capaz de acallar las tormentas y yo tan sólo las llamo. Porque en el fondo, te quiero, y lo seguiré haciendo, pero te mereces algo diferente a mí, alguien que no te haga lo que yo te he hecho. Alguien a quien no llames jamás por su nombre. Alguien, que merezca estar a tu lado. Por eso me fui, y por eso te escribo esto ahora.”

Contundente, ¿verdad? ¡Se equivocan de nuevo! Desmontó mis argumentos, y no pude hacer nada para defender que eso era lo mejor. Me pidió verme, y acudí. Ese maldito sol no me ayudó, solo dio luz a la herida que estaba abierta.

Volví. Y lo vi todo igual de vacío que lo dejé cuando cerré la puerta por última vez. Me invitó a un café y nos sentamos en ese sofá en el que más de una noche habíamos utilizado para otros fines menos “inocentes”.

La vi más fuerte que nunca. Con unas ganas terribles de luchar, aun no entiendo el motivo, pero las tenía, se lo aseguro. Ahí está frente a mí. Me ha lanzado una de esas miradas que te atrapan, y no he podido escapar.

Le expliqué que yo no era lo suficientemente bueno, y que era mejor así. Afirmó que era ella quien decidía si era suficiente o no. Me rompió en mil pedazos. Irreconstruible. Me levanté decidido hacia la puerta y me persiguió.

Me pidió volver y le suplique que me dejase marchar. Me dejó marchar y le supliqué un beso más. No pude, volvimos al sofá. Me besó tímidamente en el cuello y yo perdí mis manos en su pelo. Buscó, entre los cuellos de mi camisa un camino. Y lo encontré, yo, hacia su boca. La besé, fue mejor que la primera vez que nos besamos. Lo recuerdo al detalle. Mordió mi labio inferior castigándome por irme, y paró.
“Nos vamos”. Sentenció.

Y así fue, comenzamos de nuevo. Y no había sol, pero estaba ella que alumbraba más, que cualquier estrella.


9.1.15

Desde la distancia

Ella, la de los ojos tristes, los labios soñadores y las pupilas extrañas. Ella, la clave de mis numerosos desvelos. Su sonrisa fulgurante y fulminante, se descuelga entre sus labios cada madrugada, cuando se deshace de esa armadura de telas que cree que la protege. Su voz, se desdibuja entre tenues suspiros que apenas son audibles entre el desasosiego general que se amotina en las calles.

Su imagen se disipa, y a veces, hasta se desvanece o se cubre de una pátina que la convierte en invisible a los ojos de aquellos que tan solo miran, pero no ven. Es tremendamente única. Irreemplazable para la vida mortal. La chica de la sonrisa escondida, apagada.

Y parece no volver jamás, se distancia irremediablemente de ese final anunciado. Puede que sea yo quien no quiere verla más, o que simplemente mis ojos hayan dejado de ver más de lo que veía el resto.

Cuando un atisbo de luz ilumina estos cansados ojos, aparece de nuevo, al final de un inmenso túnel plagado de oscuridad. Irradia una tenue esperanza repleta de mentira. Pero bueno, en eso consiste ensalzar a alguien que crees irrepetible, en aceptar las mentiras que no te cuenta y sabes pero aun así, aceptas.

Quizás, la verdad, al igual que la belleza está en los ojos del que mira, no en quien recibe las miradas. Muchas veces idealizamos un simple gesto, o una figura, y en realidad es en esencia la raíz de todos nuestros problemas. A pesar de ello, hay que seguir andando este tedioso camino.

Porque puede, que alguna vez la encuentres. A esa chica, que yo vi una vez, con los labios tristes y llenos de ganas. Con los ojos soñadores y repletos de ilusión. Con esa mirada esperanzadora que te cura las heridas cuando tú solo eres capaz de lamentarte por todo aquello que podías haber hecho y no hiciste.



8.1.15

A & M

Pongamos que hablamos de esa ciudad de sombras y luces que se entrecruzan. De idas, venidas, personas que se pierden en bocas de metro, y reaparecen en el infierno de esa ciudad en la que nadie sabe quién es quién. Pongamos, como dice Sabina, que hablo de Madrid. La ciudad de los sueños, buenos y malos. El epicentro de la vida de dos, que ahora solo son uno.

Pongamos que ella, tímida, perdida, inteligente, común entre todas las mujeres, de buena nota, aspecto altivo y su cierto atractivo, se llama Anna. Y él, como no podía ser de otra manera Martín. Son dos extraños que cruzan sus vidas en el mismo vagón de metro cada mañana.

Trece asientos les separan, y un par de novelas les encierran en un mundo solo apto para uno. Ella lee a Bukowski, y él se entretiene con Don Winslow. Un borracho anónimo y un alcohólico social, que a su manera salvan vidas dentro de esas páginas. Siete paradas y ambos bajan al mismo tiempo, sincronizados con sus auriculares, ella con cable, los de él inalámbricos.

Avanzan despacio hacia un destino común. Una de esas facultades en las que aprenden de todo menos de la vida. Nunca se han mirado a los ojos. Pero algún día debería cambiar la canción, para que Anna y Martín, sean un sol con el mismo destino.

Anna, camina temerosa por los pasillos de esa universidad que otros tantos pisaron. Martín la ve mientras está sentado en el suelo, repasando esos infernales apuntes de una asignatura que le llevará a su ansiado futuro. Ella se ha evadido del mundo, contonea sus caderas en cada paso, da un pequeño salto de vez en cuando como poseída por un espíritu alegre. Y al final, antes de girar la esquina, da una vuelta sobre sí misma, una figura de ballet perfectamente ejecutada.

Ese movimiento armónico del giro, su pelo lanzado al viento, sus párpados cubriendo sus ojos comúnmente extraordinarios, y sus labios entreabiertos para dejar que vuelva todo a equilibrarse en su interior.

No lo pudo evitar. Martín salió disparado tras ella. “Necesito uno de esos giros como el que acabas de hacer, en mi vida”.

Fue sencillo y directo. Ella aceptó el trato. Ahora unos centímetros les unen en el metro, siguen inmersos en sus libros, pero al bajar del tren… Sus manos se entrelazan y sus auriculares se quedan en casa.

Allá van, sonriendo. A no permitir que el mundo les coma, a morder en cada paso para pelear lo que quieren. Son Anna y Martín, pongamos que estos, sí.



La Tristeza

La triste evidencia de la realidad. Supongo que conocen esa sensación de haber sido todo y un día levantarse y no ser absolutamente nada. Y eso es lo que sucede, esa mujer de ojos verdes que recorría mis sueños, mis pensamientos y volvía a mí en cada respiración, ha desaparecido.

Bueno, creo que está ahí, pero ya no como antes, no con esa intensidad brutal con la que llenábamos nuestros apáticos días. Quizás la estúpida vertiginosidad con la que vivimos sea la que nos conduzca a la sinrazón de no comprender a nadie, ni a nosotros mismos.

Ese árido océano que ahora nos separa en cada roce de nuestras manos, se hace eterno, frío y demasiado rápido. No es suficiente el calor que tratamos de insuflar mientras estamos juntos, ni esas bocanadas de aire fresco que vuelven mientras alguno de los dos boquea entre suspiros.

Ahora, cuando parece que todo llega a ese principio del precipicio, nos resistimos a caer, aunque ya no sea como antes.

Y ahora, esos ojos verdes no lloran por mí, no ríen conmigo, y mucho menos me esperan cansados para dedicarme la última mirada perdida del día. Su boca de fuego y hielo ya no me quema, no me escucha.

Sus palabras que me abrazaban en esas frías noches en las que la única calma venía de esas ínfimas letras que me dedicaba en la distancia, ahora se mueren en los ojos de otros y se desdibujan sus sonrisas entre los llantos que nadie oye.


Me dejaré ir, contigo o sin ti. Podrás volver cuando el filo de la luna cubra nuestra piel, y ayer no sea hoy.