Seguidores

28.8.14

Azul, cielo

Puedo pasar horas contemplando su rostro. Desdibujando una y otra vez cada uno de sus rasgos. Encontrando nuevos recovecos, donde esconderme si arrecia la tormenta. Me encanta pasear mi mirada por el lienzo aún por descubrir que me brinda su rostro.

No es tan perfecta como yo se la cuento. Quizás, esos pequeños detalles que no enaltecen su perfección hacen, precisamente eso, que sea única. Como diría Sabina “no era la más guapa del mundo, pero era más guapa que cualquiera”.

Más guapa que ninguna otra que haya mirado. La única que con una mirada, entre todas las demás, te devuelve a la vida. Ella, que no quería ser más que quien era, se deshizo un día entre mis brazos, y sentí que se iba un largo tiempo, demasiado, el suficiente para olvidarla.

Pero volvió, y al verla, mientras deslizaba mis labios por el filo de su rostro, le susurré: “azul, cielo”. Dos palabras incapaces de englobar todo aquello. Pero eran los dos únicos términos que me permitían acercarme a ella. Azul, por el mar de sus ojos. Cielo, por el de su boca, ese en el que tantas noches quiso que nos encontrásemos.


Azul, cielo. 

27.8.14

Tengo miedo

Tengo miedo de olvidar. Quizás, esa capacidad que tenemos de aferrarnos a los recuerdos nos lastre en más de una ocasión, pero yo, tengo miedo. No quiero no poder recordar un instante que puede que no fuese diferente a los que le siguieron, pero que marcó un punto de inflexión en el camino que había recorrido.

Hay muchas cosas que he bloqueado dentro de mis recuerdos, aunque hay otras tantas, que a pesar de ser igual de pésimas, las necesito para poder seguir hacia la meta. Lo cierto es que es mi mayor temor, olvidar(te).

Puede que a veces me cueste recordar alguna de tus facciones, e incluso, hay demasiadas veces que ni tan siquiera puedo dibujar, aunque sea vagamente, tu figura en mis sueños. No es por falta de verte, es más por el miedo que me provoca perderte, y que me olvides, que nos olvidemos. Si olvido, se perderán segundos que han dejado una gran huella, y no quiero.

Todos estamos hechos de miedos, infantiles, adultos, incomprensibles, soportables, asfixiantes, desconocidos… Pero no podríamos vivir sin el miedo de tener algún miedo. Puede que a veces tan sólo sea una triste imitación de lo que en realidad deseamos, o puede que realmente dibuje en nuestra mente algo tan atroz que no podamos soportarlo.

Y es que creo que a veces, te tengo miedo, porque ya no sé si te quiero. Te tengo miedo, porque sé que te pierdo. Tengo miedo de no encontrarte si una noche oscura nos invade. Tengo miedo a no recordarte cuando pasen los años. Tengo miedo al desengaño que me provocan tus ojos. Tengo miedo a que esa mirada no se cruce con la mía un día más. Tengo miedo de que me sueltes la mano. Tengo. Miedo.

Y a pesar de mis miedos, te tengo. Te tengo de noche, de día, cuando el sol brilla, y cuando la luna llora. Te tengo, aunque no te vea. Te tengo. A ti.


No necesito más. No quiero más.

14.8.14

El humo de un vestido

La cara invadida por el humo del cigarro. Se escondían, así, sus ojos negros malhumorados y cansados. Sus labios secos por el ardiente frío, y sus marcadas facciones por recuerdos de una vida que hace demasiado que no vive. Una leve aunque contundente barba, decoraba su cara. Y su pelo, corto y engominado, ponía punto y final a un estrepitoso sinfín de miradas.

Una chaqueta de cuero negro, con un par de bolsillos custodiados por cremalleras en los que guardaba un par de tarjetas de antros de mala muerte en los que para él, rezumaba la vida. Un bolsillo interior para meter la cajetilla de tabaco, un poco aplastada por el borde inferior, de tanto golpearla para empujar al exterior el dulce regalo que contenía. Y los cuellos levantados, para protegerse del frío, y también, porque no, para marcar sus llegadas.

Los vaqueros, rotos, negros y descoloridos, le acompañaban a diario. Y con todo esto, se conformaba un tipo, que ni de lejos era malo, tan sólo, era él.

Se apoyó sobre una pared, descansando su espalda y dejando que la planta de su zapato izquierdo reposase también. Rebuscó, un mechero en los pantalones, sin demasiado éxito. Aun así, sacó un cigarro, lo envolvió con sus labios y esperó.

Una rubia, con pinta de ser demasiado refinada, pasó en aquel instante por la calle. Se apartó de dónde él reposaba, por temor, respeto o quizás, porque odiaba juntarse con ese tipo de gente. Él le lanzó un bramido ligeramente rudo, para el tipo de señorita que era ella. Pero aun así, se volvió hacia el tipo.

Él, reclamaba fuego. Ella, de su pequeño bolso de mano, sacó un mechero. Le ofreció fuego, media sonrisa y un guiño. Él, forzó su mandíbula, apretó el cigarrillo entre sus labios y dejo ver sus dientes, era lo más parecido a una sonrisa que podía llegar a crear.

Apenas un par de segundos después de que ella se diese la vuelta y comenzase a percutir el suelo con sus tacones, él le invitó a una cerveza, “o lo que quiera que sea que tú tomes”, dijo.

Dudo. Aceptó. Y pensó que podía cambiarle. A las dos semanas, él caminaba agarrado a la cintura de una neumática chica de sus mismos gustos, y ella, desde la ventana de su casa, al lado de la calle donde se conocieron, lloraba por lo que nunca pudo llegar a ser.


Entre lágrimas, le vio pasar, y montar en la moto. (Nunca) Le olvidó. Jamás se volvieron a ver, más que una vez, en la barra del último bar, el último día .

13.8.14

Escalofrío

Un tenue escalofrío recorrió su espalda cuando él, con su labio partido, por las desventuras de una noche demasiado larga, le buscaba la media sonrisa escondida entre las dos puertas de su boca.

Él, era el típico tipo que no dependía de nadie, que andaba buscando más tarde que pronto una buena falda en la que pasar más de una hora al calor de un alma, que al contrario que la suya, no estuviese cosida a retazos entre las piernas de algún amor que no duró.

Ella sabía de sobra que aquel tipo desaliñado, con una nariz contundente, unas facciones rudas, unos ojos penetrantes, y unos labios rotos por la torpeza a la hora de elegir con quien jugarse los cuartos, no era lo que necesitaba.

El escalofrío por fin remitió, pero una electrizante sacudida recorrió sus piernas. El vestido de niña bien, hacía juego con ese pelo tan de princesa que se gastaba. Y era, sin dudar, el contrapunto perfecto a los vaqueros y la camisa del mal entendido como hombre.

Después del escalofrío y la electrizante sacudida, su piel se erizó cuando las manos de él resbalaron bajo el vestido, buscando, con bastante éxito, algo que poder llevarse a la boca. No aguardó más que un par de segundos, y cuando ella, ruborizada por la maniobra casi suicida pestañeó durante unos segundos, se deshizo hábilmente del vestido.

Allí quedó, descubierta ante ese tipo curtido en más de mil camas, luciendo un torso y un físico digno de una modelo, con su ropa de encaje, especial, demasiado para un tipo de lo más normal. Él, se descubrió ante ella, y dejó ver su tonificado cuerpo.

Volvió a ruborizarse de nuevo.


Así, es como un escalofrío cualquiera, un día cualquiera, te lleva a una noche como ninguna…