La
cara invadida por el humo del cigarro. Se escondían, así, sus ojos negros
malhumorados y cansados. Sus labios secos por el ardiente frío, y sus marcadas
facciones por recuerdos de una vida que hace demasiado que no vive. Una leve
aunque contundente barba, decoraba su cara. Y su pelo, corto y engominado,
ponía punto y final a un estrepitoso sinfín de miradas.
Una
chaqueta de cuero negro, con un par de bolsillos custodiados por cremalleras en
los que guardaba un par de tarjetas de antros de mala muerte en los que para
él, rezumaba la vida. Un bolsillo interior para meter la cajetilla de tabaco,
un poco aplastada por el borde inferior, de tanto golpearla para empujar al
exterior el dulce regalo que contenía. Y los cuellos levantados, para
protegerse del frío, y también, porque no, para marcar sus llegadas.
Los
vaqueros, rotos, negros y descoloridos, le acompañaban a diario. Y con todo
esto, se conformaba un tipo, que ni de lejos era malo, tan sólo, era él.
Se
apoyó sobre una pared, descansando su espalda y dejando que la planta de su
zapato izquierdo reposase también. Rebuscó, un mechero en los pantalones, sin
demasiado éxito. Aun así, sacó un cigarro, lo envolvió con sus labios y esperó.
Una
rubia, con pinta de ser demasiado refinada, pasó en aquel instante por la
calle. Se apartó de dónde él reposaba, por temor, respeto o quizás, porque
odiaba juntarse con ese tipo de gente. Él le lanzó un bramido ligeramente rudo,
para el tipo de señorita que era ella. Pero aun así, se volvió hacia el tipo.
Él,
reclamaba fuego. Ella, de su pequeño bolso de mano, sacó un mechero. Le ofreció
fuego, media sonrisa y un guiño. Él, forzó su mandíbula, apretó el cigarrillo
entre sus labios y dejo ver sus dientes, era lo más parecido a una sonrisa que
podía llegar a crear.
Apenas
un par de segundos después de que ella se diese la vuelta y comenzase a
percutir el suelo con sus tacones, él le invitó a una cerveza, “o lo que quiera
que sea que tú tomes”, dijo.
Dudo.
Aceptó. Y pensó que podía cambiarle. A las dos semanas, él caminaba agarrado a
la cintura de una neumática chica de sus mismos gustos, y ella, desde la
ventana de su casa, al lado de la calle donde se conocieron, lloraba por lo que
nunca pudo llegar a ser.
Entre
lágrimas, le vio pasar, y montar en la moto. (Nunca) Le olvidó. Jamás se
volvieron a ver, más que una vez, en la barra del último bar, el último día .