Hace
un calor sofocante, apenas son las nueve de la mañana y el termómetro supera
los 25 grados. Me siento asfixiado, y el día no se presenta demasiado bien.
Hace tan sólo un par de horas que han regresado de aquel lúgubre hospital,
parece que todo sigue igual. Está a punto de cambiar.
Un
imprevisto estruendo irrumpe con ese apesadumbrado silencio que inunda el
pequeño piso del centro de la ciudad. Se ha terminado. ¡Joder! ¿Cómo puede
haber pasado? Las cosas no deberían haber cambiado de esa forma tan repentina.
¡Maldita
sea! Se ha ido, así, en silencio, prácticamente igual que sus dos últimas
semanas. Había dejado de hablar y prácticamente de cualquier otra cosa que
hiciese ver un pequeño atisbo de vida.
Ya no era, ya ni estaba allí.
A
ese instante en el que te sientes desprotegido, le sigue un ritual silencioso,
algo parecido a un baile que jamás has ensayado pero cuyos pasos nacen de ti
con una naturalidad inesperada. Tras un día que fatídico, no hay otro adjetivo
que pueda expresar todo eso y este no se acerca demasiado, te encuentras
delante de tu armario, eligiendo la ropa más oscura que tengas para demostrar a
los demás que eres tú el que ha perdido a alguien.
Nos
señalamos ante aquellos que deciden acompañar ese caminar silencioso hasta la
despedida. De nuevo te encuentras sólo, aislado de un mundo que ni mucho menos
ha dejado de girar, pero del que has decidido bajar, para respirar y tomar
impulso. Tardarás en volver a subir, meses, quizás años, y no será igual que
antes. Ahora, te dedicarás a sobrevivir, porque vivir como lo hacías antes no
es una opción viable tan siquiera.
Y
se van en días de sol y un tremendo calor. En pleno verano, cuando la gente más
disfruta, tú te sumes en una oscuridad que parece perpetua, pero que tan sólo
dura hasta que quieras que dure. Y acabas brillando, porque hay quien lo
merece. Y seguiremos brillando siempre, allá donde la vida nos lleve encontraremos
motivos para no dejar de luchar ni de sonreír.
Brillad,
que para volver a la oscuridad siempre hay tiempo, pero para demostrar que
tenemos luz, más luz que nadie, siempre es tarde.
“Eres
grande, muy grande” – me susurró. “No permitas que deje de brillar, y nunca
dejes que esa luz se apague”.
Y quizás no brille por todo lo que he pasado,
sino por todo aquello que tiene que llegar.