¿Y ahora qué? Esa es la continua
pregunta que se repite de forma inconsciente en muchos de nosotros. Quizás este
momento, que dista mucho de ser idílico, comience a tocar los últimos compases
de un vals que suena más a despedida que a cualquier otra cosa.
Se va gente, se van los días, y me
atrevería a decir que los años también se nos escapan. Los dejamos marchar,
esperando que llegue esa oportunidad que no vamos a dejar que se vaya de
nuestras manos. Pero llega, se posa frente a nosotros y finalmente se desliza
entre nuestros dedos como una gota de agua, también se va.
Y así, llegas a una estación de
autobuses, de tren, o un aeropuerto. Todos llenos de gente que va y viene,
algunos llegan a una nueva vida, otros abandonan la que ya conocen, y algunos
más tan sólo escapan eventualmente de la rutina. Pero a pesar de la gran
magnitud de todos estos lugares, si se paran a observar detenidamente,
encontrarán personas que tan sólo se estén despidiendo, cerrando a marchas
forzadas entre el bullicio una esplendorosa etapa que acaba de terminar.
Quizás no sea un punto final, puede, que
sean unos puntos suspensivos a una historia que se niega a terminar. Esos que
cierran etapas en lugares llenos de gente, son fáciles de diferenciar. No
acaban con un abrazo o dos besos como quien se va a ver en un par de meses,
acaba con una mirada que se pierde en la distancia, con el irrefrenable deseo
de volver a encontrar esas pupilas que no quieren dejar de verse.
Es la primera última vez que él va a
mirar con temor esos ojos azules. Es más, quizás ni levante la vista de un
suelo tan pisado como el de un lugar de intercambio de vidas. Ella, puede que
no repare lo más mínimo en esos gestos desganados que él evade con sus
silencios. Él aún no ha visto cómo lo añora.
Ellos, no son nada de nadie, nunca.
Ella, la reina de una lengua tan muerta como los labios de él. Él, tan nada que
lo era todo, tanto, tanto, como una leve mirada de los ojos de ella. No se han
mirado, pero no hace falta mirar, es necesario ver que hay algo más allá de lo
que pueden intuir.
Ella no existe, él, tampoco. Pero la
pausa que han marcado en estas letras es tan real como todo aquello que jamás
se han dicho.
“Siguió sus pasos, se dirigían a ese
abismo en el que demasiados no creen. Siempre continuó impertérrito, no le
importó caminar en el fango si ella, ella, estaba a su lado, aunque fuese
levitando. La reina del latín, rompió las costuras de unos labios a estrenar, y
los cosió a besos a escondidas en la espalda de alguien que sólo soñaba con sus
dedos. El desdichado afortunado durmió en esas clavículas de infearto, una
pasión que solo conocieron sus caderas”.