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20.2.15

¿Y ahora qué?

¿Y ahora qué? Esa es la continua pregunta que se repite de forma inconsciente en muchos de nosotros. Quizás este momento, que dista mucho de ser idílico, comience a tocar los últimos compases de un vals que suena más a despedida que a cualquier otra cosa.

Se va gente, se van los días, y me atrevería a decir que los años también se nos escapan. Los dejamos marchar, esperando que llegue esa oportunidad que no vamos a dejar que se vaya de nuestras manos. Pero llega, se posa frente a nosotros y finalmente se desliza entre nuestros dedos como una gota de agua, también se va.

Y así, llegas a una estación de autobuses, de tren, o un aeropuerto. Todos llenos de gente que va y viene, algunos llegan a una nueva vida, otros abandonan la que ya conocen, y algunos más tan sólo escapan eventualmente de la rutina. Pero a pesar de la gran magnitud de todos estos lugares, si se paran a observar detenidamente, encontrarán personas que tan sólo se estén despidiendo, cerrando a marchas forzadas entre el bullicio una esplendorosa etapa que acaba de terminar.

Quizás no sea un punto final, puede, que sean unos puntos suspensivos a una historia que se niega a terminar. Esos que cierran etapas en lugares llenos de gente, son fáciles de diferenciar. No acaban con un abrazo o dos besos como quien se va a ver en un par de meses, acaba con una mirada que se pierde en la distancia, con el irrefrenable deseo de volver a encontrar esas pupilas que no quieren dejar de verse.

Es la primera última vez que él va a mirar con temor esos ojos azules. Es más, quizás ni levante la vista de un suelo tan pisado como el de un lugar de intercambio de vidas. Ella, puede que no repare lo más mínimo en esos gestos desganados que él evade con sus silencios. Él aún no ha visto cómo lo añora.

Ellos, no son nada de nadie, nunca. Ella, la reina de una lengua tan muerta como los labios de él. Él, tan nada que lo era todo, tanto, tanto, como una leve mirada de los ojos de ella. No se han mirado, pero no hace falta mirar, es necesario ver que hay algo más allá de lo que pueden intuir.

Ella no existe, él, tampoco. Pero la pausa que han marcado en estas letras es tan real como todo aquello que jamás se han dicho.


“Siguió sus pasos, se dirigían a ese abismo en el que demasiados no creen. Siempre continuó impertérrito, no le importó caminar en el fango si ella, ella, estaba a su lado, aunque fuese levitando. La reina del latín, rompió las costuras de unos labios a estrenar, y los cosió a besos a escondidas en la espalda de alguien que sólo soñaba con sus dedos. El desdichado afortunado durmió en esas clavículas de infearto, una pasión que solo conocieron sus caderas”.

14.2.15

Vaso a paso

Llenar un vaso de rabia y abandonar la ardua tarea de olvidar lo que significa no poder olvidar(te).

Han pasado demasiados días desde que se fue aquella mujer a la que nunca miré y jamás pude dejar de ver. Quizás, más allá de dónde unos tristes ojos pueden alcanzar. Nunca encontré una mala palabra de esos labios perdidos y rotos por las costuras que deja el olvido.

Amanecí a su lado, boqueando como un pez fuera del agua por besar esas cicatrices que me dejó entrever entre los extremos de sus pechos. Entre los perfiles angulosos de sus caderas encontré un remanso de paz en el que poder colocar mi atormentada cabeza. Y ella, jugando con mis ideas, dibujaba castillos de marfil en suelo azul añil. Nos hicimos mil fotos jugando, besando, queriendo, mirando y odiando. Fotografié en mis retinas la pálida figura que por aquel entonces se gastaba. Una maraña de pelo, su negro pelo, se colaba entre las rendijas de mi alma, que se escapaba a las suaves praderas de su espalda.

Anochecimos acorralados entre sábanas de algodón, que recogieron los miedos de dos miradas sostenidas en un mundo perdido que no se puede encontrar más que entre sus labios. Esos, que daban acceso al cielo o al infierno en función de quién, cómo y dónde se besasen. Apenas recuerdo si se llamaba Sofía, pero tenía un haz de rebeldía que se escapaba por los poros de sus mejillas, esas en las que continuamente se veía resbalar un puñado de lágrimas de sal. Esas lágrimas de unas pupilas rotas, hinchadas por el mal rato de pasar tan sólo un rato. Negros los ojos, como sus cabellos.

Y un atardecer rojizo, como el carmín de sus labios la vi marchar. Contoneando esas caderas a las que más de una noche me aferré, para meter, más miedo que otra cosa, a ese árido corazón que no bombeaba más que un dulce aroma a miel, mezclado con la agria hiel de sus manos. Se marchó, como una de esas mujeres, de buena, o mala vida, según se mire. Sin mirar atrás, sin pararse a respirar por lo que quedaba. Y sin dibujar, por última vez, una tímida sonrisa en su pálida tez.

La volví a ver, esta vez sin mirar. Retirada de la vida, abandonada del amor, ahogada en esas sábanas de algodón que no pudieron contener las lágrimas de sal que derramaba cada noche en estos tímidos labios. Se acabó la hiel y también la miel, y Sofía, un buen día, desapareció.


13.2.15

Un adiós

“Para decir con dios a los dos nos sobran, los motivos” Joaquín Sabina.

Un mal adiós a destiempo duele mucho menos que un hasta luego con tiempo. Puede que estas buenas palabras del maestro con las que esto comienza, sean las últimas primeras letras que escribe para la chica de la sonrisa gris, la de los ojos de tormenta y lágrimas de cristal. La que besa con los ojos abiertos, esa que tiene un par de alas descosidas en su espalda. Ella, la de las cicatrices envueltas en misterio, esa, que de una tormenta hace un baile bajo la lluvia. Toda ella, eterna, etérea, imborrable, desesperada, esperpéntica, delicada, caótica, desesperada, deseada, excéntrica, indomable, imperturbable, despiadada, adorable, odiosa, inesperada, apasionada, fuerte, suave, sensible, horrible, diosa, niña, princesa, enorme, demasiado pequeña, incomprensible, arrogante, curiosa, radiante, desafiante, tímida, atrevida. Mujer.

Esa mujer que ha hecho que más de un ser perdiese la razón, hoy por fin, se va de sus sueños, deja de ser la causa de sus desvelos, y por supuesto, de sus anhelos. Ha dejado de soñar(la), y por fin, ha comprendido que enamorarse de la imagen que alguien da, dista mucho de querer de verdad. Y no, con ello no les digo que se hubiese enamorado de ella, sino que ha creído su propio engaño durante demasiado tiempo.

Las despedidas, siempre son amargas, pero cuando ella se va entre la niebla de una noche, el humo de un coche y además, le acompañan ese par de tacones lejanos, que un día clavaron su trepidante ritmo en sus pupilas, todo se ve menos malo.

Quizás el sitio de la mujer perfecta haya sido ocupado por la extrema sencillez de lo común, o puede, por el contrario, que deje una huella irremplazable en el maltrecho metrónomo desacompasado que acompaña a ese pobre idiota que les escribo.

Y sí, con su marcha, el pierde esas clavículas que una vez mataron por tenerle a su lado. Esas piernas de infarto que se desdibujaban mientras caminaban a media noche por una ciudad dormida.
Todo acaba y comienza con una mujer, esa que puede darte las alas o quitarte las ganas.

“Alza sus pies a un camino inesperado, ya no hay huellas que le acompañen durante la hastiada senda. La ve allá a lo lejos, no es él, y quizás tampoco ella. Escribir el destino se volvió complicado, con el ritmo paulatino de la incomprensión de su reloj, él volvió. Nunca más encontró unos ojos como aquellos, pero tampoco volvió a mirar a nadie como a ella”.


12.2.15

FRÍO

Frecuentemente veo los ojos más bonitos del mundo en los rostros invisibles de personas que pasan desapercibidas por nuestras calles.  Es más que probable que muchos de ustedes, que siguen leyéndome (aunque no entiendo el motivo), se hayan cruzado con ellos. Pueden ser verdes, azules, o incluso sin color, por el miedo y la vergüenza que nos causa mirarlos.

Esos ojos, ante los que en demasiadas ocasiones bajamos la cabeza, están llenos de historias, y de cicatrices demasiado profundas como para que puedan sanar. El otro día se cruzaron ante mí unos ojos tremendamente verdes, parecían estar cansados de ver cosas pese a la juventud de su dueña. No tenía ni treinta años, pero su curtido rostro, se revelaba como el de alguien que ha vivido más de la cuenta.

No me molesté en seguir con mi mirada el camino que ella pensaba recorrer, pero no era ni mucho menos una senda repleta de rosas. Iba embozada en un viejo abrigo que apenas era capaz de combatir el frío. Sus mejillas, ya ni se ruborizaban a causa de las lascivas miradas de los hombres, ni tan siquiera a causa del frío. Esos labios, resquebrajados por las inclemencias de la vida y por las frías acometidas de un viento cortante, aparecían secos y sedientos en su rostro.

Era y supongo que sigue siendo, una de las mujeres en las que más belleza he podido apreciar. Seguramente esté demasiado lejos de su casa y de su familia como para poder ser feliz, o tan sólo para poder expresar lo que siente. Supongo que ahora estará vagando por alguna calle lo suficientemente lejana de su hogar, quizá, encontrando calor en una cama ajena que al menos se digne a acogerla durante una noche.

Su nombre seguramente aparezca borrado por el tiempo de alguien a quien ni le interesa, ni tratará de 
poner remedio a sus males. Pero aquí queda ella. La mirada más bella que hay sobre los pocos pasos que he dado. No puedo imaginar ni una pequeña parte del maltrecho camino que ha podido recorrer, pero creo saber que lo que queda es aún peor.

“Un viejo vestido se deslizo hasta acariciar sus tobillos. Jamás había envuelto sus formas en algo tan acogedor. Él la rodeo con sus labios, sus brazos lamieron sus caderas. Y esos labios rotos, esas pupilas cansadas y ese rostro curtido, rejuvenecieron un instante. Sonaba un vals, le recordaba a aquellas calles en las que había nacido. Volvió a sonreír.”


8.2.15

La desesperación

El olor de la desesperación. Suena raro, sí, pero algo cambia cuando uno se siente desesperado. Ese perfume que antaño nos evocaba una presencia deseada y muchas veces perseguida, ahora, se convierte en un recuerdo repudiado. No puedes evitar evocar su presencia al respirar su olor, pero tratar de alejarlo cuanto antes.

La dulzura de la desesperación. Es, quizás ese instante en el que darías todo lo que tienes para poder volver atrás y cambiar el pasado. Pero el tiempo que pasó, queda en nuestros recuerdos, y nuestras metas marcan el tiempo que está por venir.

La rabia, tras la última gota de desesperación. Impotencia. Anhelo. Y rabia. Un instante pasado podría haberlo cambiado todo, un segundo ahora mismo, no vale nada. Comienzas a desear cosas imposibles que te empujen a un maldito cambio. Nada. Todo sigue igual, y cada vez queda menos de ti.

Asumir. Aceptar la nefasta realidad que tienes frente a tus pies, y comenzar, de nuevo a andar ese camino que se esconde bajo las piedras. Empiezas a destapar la senda, comienzas, de nuevo, a reír. Pero ni con ella, ni sin mí.

Vuelve. Parece que está, de nuevo, todo bien. Tan bien como podría estar. Y vuelves a evocar ese olor perdido, que ahora imaginas en tus pupilas y con tus labios. Pero ella, a pesar de estar, ya se ha ido.

La triste desesperación. Volver a aprender a vivir sin tenerla aquí. Quizás, ese momento en el que alguien desaparece por un tiempo, o permanentemente, sea para aprender a conocernos, y también para aprender a conocer a otras personas a quienes nos perdimos por verla sonreír.

“Mientras esas condenadas clavículas, a las que saqué mil caricias, se perdían entre los escasos recuerdos que me quedaban, unos bonitos ojos se sentaron a mi lado. A mí, nadie me abrió una ventana al cerrarme una puerta, me abrió unos labios al cerrarme unas caderas. Y no les voy a mentir, que ella era perfecta para mí, pero cuando unos labios rojos se cruzan en tu camino al ver partir a tu destino, no hay que decirles que no, menos cuando ellos te digan quizás. No sé si hay que saber querer, pero ella, quería aprender a enseñarme a decir, te quiero”.


7.2.15

Ensayo y error

La volatilidad de las cosas que no se dicen, pero se sienten. Quizás, alguna vez han sentido algo que no se atrevieron a decir, y es que, cuando uno no lo expresa como debe, corre el riesgo de que ese sentimiento, idea o cualquier otra cosa que no se diga, caiga en el insondable abismo del olvido.

En demasiadas ocasiones, callamos por miedo al qué dirán, o simplemente porque consideramos que es el acto más adecuado en ese preciso instante. Pero no siempre callar es lo más correcto. ¿Cuántas veces han callado un beso, un abrazo, un te quiero, o simplemente el comienzo de una discusión?

Demasiadas. Bueno, quizás me equivoque, pero la mayoría reserva tanto aquello que realmente necesita hacer o decir, que se convierte en una máquina perfecta de tan sólo hacer cosas correctas. Equivocarse, no es un error, es simplemente una forma de aprender a través de lo que no debemos hacer. Y quizás, llegue el momento de realizar una profunda reflexión de aquello que hiciste, y encuentres que te dejaste demasiadas cosas en el camino.

Tenías que haberte equivocado más. Es así, seguro que callaste demasiado cuando no debías. Ensayo y error. Nadie nace sabiendo, y aunque sea un tópico, no deja de ser cierto. Quizás, ese error que no cometiste es el motivo por el cuál estás leyendo estas líneas y no disfrutando de una buena compañía en este momento.

Realmente, esos errores que no fueron, son lo que hacen que esa chica perfecta, o tan sumamente imperfecta que muchas veces les conté, no esté aquí. O no como debería estar. Hay que saber aprender y disfrutar de esos errores, a veces tontos, que podemos cometer. Jamás habrá que hundirse en la miseria por su culpa, pero sí aprender de ellos, para que el próximo sea un acierto que nos acerque un poco más a nuestra meta final.

Así que ahora, no callen nada (tan sólo lo estrictamente necesario), no duden en equivocarse alguna que otra vez, sobretodo en sus relaciones personales, más vale un mal beso a tiempo, que una inoportuna despedida.


“Y así, mientras ve como sus pasos se alejan de su vida, un profundo dolor ataca a su corazón. Creen que es amor. No hay esperanza”.

4.2.15

Distopía

Desmembrar las palabras y los sentimientos, para construir con sus restos una realidad ajena a nosotros mismos.

Puede que ese sea el motor de la realidad de aquellos, que disfrutan de su paso terrenal con una sonrisa en la cara. O quizás tan sólo sea una estúpida acumulación de palabras creada por un tipo que se encuentra hastiado del mundo que le rodea.

No tiene mayor misterio esta técnica, que construir una personalidad impermeable. Debe impedir el paso de cualquier cosa que provenga del exterior, ya sea buena o mala. Simplemente se dedicará a poner cara de póquer y vagar por su entorno sin que nada le importe, puede, que le tachen de insensible, borde, serio e inmaduro, pero el resultado es totalmente satisfactorio.

Debe tener en cuenta que tampoco tendrá nadie a quien recurrir en caso de necesitarlo, pues se ha labrado un futuro en el que nadie permanecerá a su lado. Es, en este caso, una elección expresa de soledad y abandono social.

Cabe la posibilidad de que tras una azarosa sucesión eventual de situaciones concretas, uno cambie de parecer. Y puede deberse esto, en gran parte a la radical aparición de una persona en la vida de este tipo de seres. Algo así como un ángel de caderas perfectas, clavículas afiladas, ojos taciturnos que buscan un refugio en mitad de la noche, y el pelo alborotado. Quizás, sea ese nuestro ángel, dispuesto a salvar cualquier obstáculo si permanece junto a nosotros.

Hay que esperar. Es la medicina más recomendada por esas personas, supuestamente doctas, en asuntos del corazón, y del estómago, por aquello de las mariposas que uno ha de engullir para alcanzar el estado sempiterno de la falsa felicidad.

¿Saben? Pueden esperar comiendo mariposas deshidratadas y bebiendo mucha agua, hasta que aparezca alguien que decida cambiar radicalmente su pestilente existencia. O pueden optar por instaurar una búsqueda constante y efectiva de nada, para que algún día pase algo. Cualquiera de las dos opciones es completamente loable, pues aquellos que buscan encuentran, y los que esperan reciben. Aunque no siempre es así…

Erijan un castillo impenetrable, y derríbenlo, solo así encontrarán el camino a ninguna parte. Su destino y su suerte, está por escribir.


1.2.15

No todos se van...

Uno, dos, tres. Un sordo pitido inunda la habitación. Un grito roto sale de ella. Agitación. Enfermeras. Un médico. Intento uno, sin respuesta. Nada que hacer. Ella, ajena al ruido que procedía del interior del habitáculo, rompió a llorar. Las 10:22 del 14 de Agosto. Se acabó.

Un buen día para marcharse, lucía el sol y ni una nube cubría el cielo. Ella inundó de lágrimas sus pupilas, y se despidió por primera última vez. Había pasado meses junto a él, las últimas semanas no podía ni hablar, tan sólo era capaz de mover sus párpados, se estaba apagando lentamente. Aún, había una pequeña esperanza, cuando hace diez días, él reunió fuerzas, nadie sabe muy bien de dónde, y se despidió con palabras. No se podía levantar, pero consiguió mascullar un puñado de palabras, y aferrar su mano fuertemente. Ella lo paró cuando vio que sus fuerzas flaqueaban de nuevo. Al menos se pudo despedir, no es algo que todo el mundo pueda hacer antes de desaparecer.

Ella, volvió a casa, estaba sola de nuevo. Girar, la llave de la puerta de nuevo, suponía un cambio devastador en su vida. El comienzo de algo diferente, e irremediablemente nuevo. No es fácil iniciar un cambio, y menos aún de esa manera tan drástica.

La despedida fue ciertamente solitaria. Juntos, habían salvado miles de obstáculos, y apenas una decena de personas acudieron a despedirse. Sólo se tenían el uno al otro. Tenían un apoyo incondicional siempre, no necesitaban nada más.

Volvió sola, no tuvo fuerzas para más. Se metió en la cama y comenzó a llorar. No podía evitar recordar todas las noches que habían pasado allí. Decidió salir de la cama e ir a algún sitio perdido en aquella ciudad que no le recordase tanto a él.

En las sucesivas semanas, la rabia, el dolor y la ira, se fueron alternando para dejar paso a la decepción generalizada por la pérdida. Había pasado un mes, y tras varias visitas, decidió hacer frente a los recuerdos. Limpió su casa de ropa, de fotos, de papeles y libros. Convirtió su hogar en un espacio diáfano esterilizado. No encontró nada a modo de despedida.
Tan sólo guardo una camiseta, su libro favorito, un puñado de fotos y su ordenador. El resto lo donó, necesitaba saber que no se había acabado todo con aquella despedida.

Encontró, en aquel libro unas cuantas anotaciones que hacían referencia a distintos sitios de internet. Indago en su portátil, lo primero la clave, el nombre de ella. Encontró una carpeta que, bajo un nombre ciertamente extraño, coleccionaba centenares de documentos de texto. Todos hablaban de ella. La había convertido en la mujer perfecta.

“No todos se van, cuando nos dejan”.

Aquella tarde, volvió a llorar, no sería la última vez. Al final, supo encontrar a alguien que la hiciese tan feliz, como él la hizo una vez.