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26.3.16

Lo teníamos todo

Lo teníamos todo, estábamos condenados a la completa felicidad.

Yo me dedicaba a extirpar con precisión clínica de su espalda mojada, de tanto caer entre sueños y dar con la maldita realidad, sus recuerdos, para poder dejarlos grabados a golpe de letras en mi memoria y en mis dedos para poder devolverlos cada noche a esa espalda que se encontraba llena de cicatrices. Ella, por el contrario, se encargaba de elevar, hasta el cielo de su boca, por lo menos, mi estado de ánimo. Ambos nos dedicábamos a acumular vistas perfectas del otro. Mi mejor vista era ella.

Todo partía de mis agotadas pupilas, que se fijaban distraídamente en sus labios, perfectos, partidos por el frío y abiertos por esas lágrimas saladas que tantas veces había tenido que derramar, pero perfectos. Esos labios, cosidos, el uno al otro en un intento desesperado para retener las palabras, para que a pesar de luchar con todas sus fuerzas y colarse entre esos dientes que mordían para amar, no pudiesen atravesar el muro débilmente invisible de sus labios. Todo eso se ocultaba en, y tras sus labios. Creo que no dejaba que escapasen porque le parecían demasiado frágiles como para poder volar en este mundo tan rudo, superfluo y etílico.

Después de sus labios, me perdía en sus ojos, más oscuros si cabe que esta alma mía, que crepita cada vez con más fuerza, cuando siente que te has ido y que puede que jamás vuelvas. Profundos como abismos, pero tan llenos de esa vida que me faltaba, que era imposible dejar de contemplarlos. Un mechón de pelo cubría su ojo izquierdo, siempre aparecía en mitad de sus profundas reflexiones, sus irreverentes contestaciones y cuando era incapaz de controlar ese desacompasado y perfectamente rítmico movimiento que envolvía todas y cada una de sus acciones. Y yo, tatuando cada gesto en mi memoria, me quedaba embelesado en esa asimetría perfecta de su baile.

Su nariz, rota en la parte más alta, descendía hasta permitir que encontrase su pequeña cicatriz en el labio derecho, que acariciaba despacio con la yema de mis dedos, para no permitirme olvidarla. Unas facciones perfectamente regias, que se dibujan ante mí cada vez que puedo tener el lujo de evocarla con palabras.

Un cuerpo inmaculado, cosido con tinta en el costado y en la cadera, con unas palabras que eran tan nuestras que nunca jamás nadie podrá volver a pronunciarlas sin sentir un escalofrío recorriendo su espalda, para que todos sepan, que fueron más nuestras que de nadie en el mundo.

Sus vistas, se centraban en un pobre tipo, desahuciado y acuciado por una carencia de palabra y obra. Un monumento andante a la decadencia. Con un breve don para recordar todo aquello que necesitaba ser fijado en las pupilas y en los recuerdos, pero incapaz de generar algo digno de ser recordado. En suma, un tipo que tenía menos de lo que quería, pero gracias a ella, mucho más de lo que merecía.

Lo teníamos todo, parecíamos condenados a la eterna felicidad. Y así fue, hasta que una noche, sumido en ese afán de cerrar cicatrices para siempre, se volvió contra mí.

- “¡Vuelve!” – gritó poseída.

Descerrajó una especie de disparo emocional justo en el cielo de mi boca. Todo saltó por los aires, pero tenía razón. Esa acuciante falta de vida parecía hasta impropia de mí. Se levantó de la cama, se puso una de esas camisetas blancas de tirantes, que dejaba entrever todo lo que escondía y que se ceñía por encima de esa cintura perfecta. Se encerró en el baño, comenzó a sollozar.

Y yo, me quedé ahí, como si todo aquello fuese un mal sueño, porque lo teníamos todo, estábamos condenados. Condenados. Ahí quedó mi cabeza, estábamos condenados.

Espero volver y cumplir esa condena a la eterna felicidad, y que sigas ahí, esperando a que seamos nosotros los únicos en hacer realidad cada una de las palabras que llevas cosidas al cuerpo con sangre y tinta.

Al fin y al cabo, las condenas eternas jamás pueden terminar. Tendremos la resiliencia suficiente como para poder cumplir todas esas promesas que se nos quedaron en los dedos y en los labios, también esas que aún hoy caminan engarzadas a tu pelo.




8.3.16

Cuerdas

Nos rasgamos las bocas como si de las cuerdas de una guitarra se tratase, y lo hicimos tan desesperadamente como aquellos que saben que el incierto futuro les separará para siempre. Si bien es cierto que no nos separaríamos entonces, sí que vislumbrábamos uno de esos finales anunciados, como la muerte que narra Márquez. Quizás, fue eso lo que nos impulsó a destrozarnos de aquella manera, a borrarnos las comisuras para poder tatuarlas en nuestras retinas, y, a besarnos como nunca antes habíamos hecho.

Nos digerimos lentamente, saboreando cada ápice de nuestros ya desgastados labios, y nos comimos una y otra vez, hasta que no dejamos ningún rastro del uno sobre el otro. Algo así como un último intento desesperado por recordarnos para siempre, a pesar del fuerte efecto que pronto ejercería el olvido sobre unas pupilas marchitas, que una vez estuvieron repletas de ganas.

La caída de dos gigantes, sus ojos, y mis letras. Me desgasté las yemas de los dedos, de tanto describirla en cientos de papeles repletos de espacios y carentes de ideas, esas, que antes la habían recorrido de arriba abajo, haciéndose dueñas de cada pliegue de su piel. Sus ojos, se quedaron mudos y se quebraron en más de mil pedazos, cuando rota por la inconsciencia de ese estado de perpetua dependencia, me dijo que no podía más, que ya no (me) podía querer más. Una última declaración de todas esas intenciones que se quedaron ahí, entre mis yemas y sus pupilas.

Se tatuó resiliencia en el costado, yo me resigne a ser mediocre. Las dos cruces de una historia tan triste como nosotros, cuando negábamos callados todo lo que éramos, pasión, sutileza, silencios y secretos. Nos dedicamos mil y una historias, cruzadas entre nuestras id(e)as, de lo que somos, y venidas. La desdibujé cada noche, hasta crearla de nuevo, se desvaneció, como la arena de playa que se escapa entre las manos.

Y volvió. Y nos tocamos las cuerdas rotas, para curar viejas cicatrices que aún supuran recuerdos. Así seguimos, destrozándonos muy de vez en cuando para poder reconstruirnos, cual ave fénix de sus cenizas. Ella desde mis manos, yo desde sus ojos.