Tenía la espalda repleta de unas mariposas que jamás
le ayudaron a levantar el vuelo. Pero allí estaban, poblando, de arriba abajo
su columna, ocultando un rastro de deseos y sueños incumplidos que adoraban
acumularse en su espalda, para acercarla, cada vez más a ese fango terrenal que
muchos llaman vida. Vida, o la existencia mediocre con el objetivo de hacer que
nadie sobresalga para no tener que preocuparnos de ser mejores que nosotros
mismos.
Allí estaba yo, contemplando esas mariposas, rozando
con las yemas de mis dedos todas y cada una de las decepciones que
representaban, y alentándolas a batir las alas para que ella volviese a
levitar. Nos volvimos irreverentemente adictos a esos vuelos, bajos, de apenas
unos segundos, que nos llevaban a unas sonrisas que titilaban entre todas
aquellas tempestades que nos arreciaban cada vez que nos escondíamos entre
nosotros mismos.
Sus sueños, se aferraban a mis pasos inciertos, y se
empeñaban en acompañarme hasta mi ascenso a los infiernos, que lamentablemente,
eran muy a menudo. Parecían atados a las costuras de mi sombra. Un triste
abismo para unos vuelos de duelo preciosos. Por el contrario, mis sueños,
permanecían impasibles entre los pliegues de sus sonrisas, que no eran tan
certeras como antes. Y esas ínfulas de grandeza de esta cabeza distraída y
cansada, se mecían entre unas piernas eternas, unos cabellos frondosos y
oscuros, y unos ojos tan profundos como las llanuras abisales del océano,
azules oscuros, que se tornaban en un tono más claro cuando la “felicidad”
invadía sus pupilas. Y sí, “felicidad”, porque es algo inexistente, simplemente
son momentos perfectos que quedan grabados a fuego en esas retinas que insisten
en vivir.
Un cuerpo sin historias, no es una vida. Y ella, por
suerte, tiene más de una, como los gatos, debe ser por la mirada felina que se
gasta cuando quiere, de amor. Y en eso estamos, en hacer levitar unos sueños
que ella da por perdidos con unas malditas mariposas grabadas con tinta a lo
largo de su columna. Arrastrando mis dedos entre ellas, para hacerla recuperar
las sensaciones que una vez tuvo, entre tanto, nos lanzamos unas miradas, nos
dedicamos unas sonrisas entrecortadas y nos besamos distraídamente.
Se gira hacia mí sobre las sábanas blancas que nos
cubren. Mis dedos se han despegado de sus alas, imposible resucitar, ya no
queda esperanza en mis yemas. Se queda mirándome fijamente, siempre que está
así tengo unas ganas enfermizas de no despegarme de ella jamás, y por fin, sus
labios, movidos por unos hilos invisibles que nacen en sus comisuras, se
deslizan hasta mi oído derecho.
“Vamos a borrarnos las cicatrices y a levantar el vuelo. Despiértame cuando dejes de quererme, tengo miedo a caer” – susurró.
Me besó en la mejilla. Y quise morirme allí mismo,
junto a, más bien, entre sus brazos, para que no nos separásemos jamás.
Aún seguimos volando. Nos caeremos, sí, pero a ver
quién es capaz de obligarnos a no levantarnos.
“Las mariposas volaron, nuestras almas, cosidas a sus alas, están por ahí, conociendo un mundo lejos de eso que algunos llaman vida. Llenándose de cicatrices”.