Del
tú y yo al nosotros. Quizás sea imperceptible el cambio que supone separar las
dos personas para hacer de ellas una sola, pero todo depende de los labios que
pronuncien ese “nosotros”. Puede que les resulte una enorme estupidez que por
decir nosotros haya algo más, que no lo hay, pero considerar a dos personas
como una unidad, tan sólo refuerza la idea positiva que tienes de quien lo
dice.
Y
ese “nosotros”, que por suerte se aleja de aquel tú y yo del principio, tan
sólo se ha convertido en un verla amanecer cada día, con su pelo revuelto por
las inclemencias de la noche, su rostro dormido, y sus ojos medio despiertos,
mirando, a un tipo que ahora también es parte de ella.
La
ecuación es bastante simple, bastan dos personas para poder hacer una pareja. Y
no hay que ser una pareja para que sea un nosotros. A veces, desnortarse, es
una buena opción para poder encontrar el camino correcto, y en esa búsqueda de
un nosotros, en la que no importe ni el ella ni el tú, el camino, entre dos es
más simple.
Ya
apenas queda nada de esos pechos perfectos en los que desencajé las costuras de
mi maltrecho y curtido corazón, tampoco de esas caderas tan sumamente angulosas
que me costaron más de un puñado de caricias hasta poder llegar a su cima. Y
por desgracia, esas afiladas clavículas que tantas veces recogieron mi cabeza,
tan desesperadamente inquieta, en esos días de lluvia, también se fueron.
No
hay rastro de aquel nosotros, que aún resuena fuertemente en el eco de unos
tacones alejándose de un tipo descamisado, sin rumbo y con más penas que
tristezas a la espalda. Se fueron esas alas, esos tímidos ojos que miraban
mientras veían a través de la infinidad azul que les cubría. Y se fueron,
también, aquellos labios rotos por las comisuras de los mordiscos que da la vida
a quien no sabe más que querer matando dulcemente.
Dejé
tatuado mi nombre en su espalda, con millares de caricias y besos. Marcó su
territorio en la mía de tantas noches como pasamos, arañando la superficie para
hacernos tocar fondo. Y vaya que si lo tocamos, varias veces, pero solo
significaba el comienzo de algo aún mejor. Pero la última vez, llegamos tan
alto, que la caída fue insostenible, se rompió la vida en mil pedazos, brotaron
de sus pupilas unas brillantes lágrimas de sal, en las que ni yo quería verme
reflejado, ni ella quería dejar escapar.
Se
acabó, pusimos el punto y final a un nosotros que no podía durar. Acabamos
muertos de esa sobredosis de recuerdos tan positivos, que se vuelven negativos
por culpa de la puta ansiedad que nos provoca ese cambio estacional, del tú y
yo al temido nosotros. Nos cargamos de una responsabilidad innecesaria, nos
comimos, a marchas forzadas, una vida que tenía que durarnos cien años.
Terminamos tan rotos por fuera como por dentro, llenos de un alma que no nos pertenecía,
quebrados por ese infinito sexo que nos mortificaba, separaba y unía, al ritmo
sordo de un vals que tocaba los últimos compases desafinados de su larga
melodía.
Lo
peor de todo, es que ese desacompasado ritmo de sus tacones al decir adiós, se
quedó grabado en mis pupilas. Su aliento, recorre mis costillas, y ese dulce
olor del que no hay dios que se desprenda, me acosa por las noches, alejándome
de las pesadillas, acercándome, a esos labios perdidos que ahora deambulan en
las costas de nunca jamás.