Siento
que me ahogo. Una incesante presión ataca el centro de mi garganta. No pueden
brotar las palabras de mis labios. Emito un fuerte y sordo quejido, el sonido
apenas roza mis cuerdas vocales que se lanzan a vibrar por la angustia que me
recorre.
Aparece
en mis recuerdos su imagen. La angustia se ve mitigada por un acuciante dolor
en el centro de la clavícula. Unas fuertes punzadas me recorren la columna, se
detienen. La respiración entrecortada y abrupta. De nuevo un golpe en el centro
del estómago. Me deja sin aliento, paradójicamente esta vez ha sido su culpa y
ni tan siquiera estaba cerca.
Un
pinchazo en el centro neurálgico de mis sentimientos, ese diminuto motor que
insiste en bombear sangre y recuerdos incluso cuando no quieres. Se para un instante,
apenas unos segundos son suficientes para que resulte una eternidad.
Levanto
mi apesadumbrado recuerdo de la cama. Deben ser las cuatro de la mañana, la
tenue luz anaranjada de las farolas ilumina las calles desiertas. Abro la
ventana y dejo que la madrugada empape mis pupilas. El aire tiene una tibieza
insospechada para ser primavera, pero alivia las cicatrices abiertas.
Se
ha ido. Mojo mis manos bajo el agua helada del grifo, las deposito en mi nuca y
me lanzo a ese colchón lleno de recuerdos.
Cierro
los ojos y tan sólo queda la oscuridad. Borrar los recuerdos es difícil, aún
más en una noche en la que sus ojos han aparecido para decir que aún no se ha
ido.