Dice Risto Mejide, que “crecer, es aprender a despedirse”. No sabe a ciencia cierta, si
esa frase es suya o la ha oído antes por ahí, pero eso no es relevante. Lo
realmente importante aquí es que tiene razón. Uno jamás deja de crecer, o jamás
crece, porque es imposible aprender a despedirse, quizás, puedas llevar más o
menos bien el hecho de despedirse, pero si no se te desgarra algo por dentro en
cada despedida no eres persona. En ese caso, no te hace falta crecer, ni
despedirse.
Y no me refiero tan sólo a esas despedidas de
aquellos que deben irse porque les toca. También tiene que ver con esos que
deciden irse pero siguen estando, que son difíciles, porque alguien a quien
quieres y necesitas, se va de tu lado, a pesar de seguir estando, más o menos cerca.
Todos los que deciden irse mientras están, tienen derecho a hacerlo, y es uno
mismo el que debe decidir cómo demonios va a continuar.
Ahora mismo, me enfrento a esas malditas despedidas,
a dos, igual de malas. La primera se lleva una parte de ese tipo frío y
distraído, como lo hicieron antes otros muchos que se fueron, tan sólo lejos,
pero que siguen estando. Y la segunda, me temo que va a arrancar de raíz
demasiadas cosas.
Tenemos derecho a decidir, y a cambiar todo aquello
que queramos, pues somos los dueños de nuestro destino, y como tal debemos
aferrarnos a nuestras decisiones como si estas fuesen a salvarnos de la propia
vida. Ese derecho a decidir, debe estar siempre presente, porque en el momento
en el que dejemos de marcar nuestro propio camino, este se borrará, y caminar
se hará aún más difícil y tedioso.
Nos gusta rompernos en mil pedazos cuando nos
despedimos, pero no es nada malo, simplemente es para hacer un reparto entre lo
que se llevan y lo que nos quedamos. ¡Quebraos en cada despedida! Pues eso os
hará ser personas, de esas de verdad, de las que vale la pena llorar aunque
vayas a encontrarte con ella tras doblar la esquina. Llorad, si os hace falta,
en esos fríos intercambiadores de personas, de un mundo a otro y de un lugar a
otro. Abrazaos a quienes os tienden un hombro sobre el que llorar y aferraos a
él, pero ofreced el vuestro, en este maldito juego, quieras o no, es algo que
siempre toca.
Amad y creed. A todos y en todos los que merezca la
pena, pues es lo único que nos llevamos. Tan sólo somos “Aves de paso”.
Sed y dejad, para que nadie os olvide. Dejad también
que os marquen, la vida sería sumamente anodina sin esas huellas profundas e
imborrables que calan hasta los huesos y nos dejan una de esas bellas
cicatrices para recordar.
Aferraos a todo cuanto os rodea en esos instantes de
llanto, porque esos que aparecen cuando todo está perdido, son los que
realmente valen la pena. Y aquellos que ven un rayo de esperanza entre la
espesa niebla que nos ciega, valen más de lo que ellos mismos piensan, pues
aunque estés en un horrible cenagal del que no puedes escapar, ellos confían.
Tened cerca a quien os haga reír, pensar, llorar y si es el caso, gemir. Sin
ellos la vida sería menos vida, no tengo ninguna duda.
Y siempre que podáis, decidid. Decidid cuándo os
vais, si podéis, porque no hay mayor satisfacción que irse dejando todo dicho,
y sin nada por lo que tener que volver atrás. Haced lo que os haga felices,
mantened esa felicidad sostenida por momentos imborrables. Conseguid, que
aunque nada merezca la pena, todo valga para avanzar, para llegar a esa meta de
la felicidad, aunque esta sea momentánea.
La vida, esta inevitablemente ligada a las
despedidas. Jamás se aprende del todo, creo que es imposible, pero se
sobrellevan, cargados de dolor e incertidumbre, de recuerdos y expectativas
rotas. Pero eso es todo lo que nos queda, aquello que nos dejan y todo ese
camino que se antoja largo y sinuoso. Simplemente con eso, debemos seguir
adelante, con paso firme, sin temor, pues nosotros algún día también nos
despediremos.
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