Aquella tarde, deambulaba por el parque inmerso en su libro de poesía. Estaba sujetando el libro con la mano izquierda, leía mientras caminaba sin preocuparse de la gente que le rodeaba. Era alto, con barba de cuatro días, aspecto desaliñado y le rodeaba un halo de misterio. Llevaba unos vaqueros de color negro y una camisa a juego. Las mangas, recogidas a la altura de los codos, dejaban ver sus brazos desnudos y le permitían un mínimo contacto humano pese a su abstracción del mundo exterior.
Ella, como siempre apresurada, apenas se arreglaba porque lo consideraba una pérdida de tiempo, pero unos ojos azules y una gran sonrisa maquillaban siempre su precioso rostro. No se preocupaba demasiado por su pelo, lo solía llevar suelto y era tan indomable como ella, aunque tratara de recogerlo de mil formas. Vestía aquel día un bonito conjunto veraniego de color azul, y la correa de la bandolera permitía apreciar e intuir sus formas femeninas. Y, según su rutina de cada tarde, cruzaba aquel parque rápidamente de camino al trabajo.
Aquella tarde, algo extraño sucedió, dos manos extrañas se rozaron entre la multitud, fue casi imperceptible, apenas un segundo, pero estuvo lleno de magia y energía. Cuando ella quiso volver la cabeza para poder ver a la persona con la que había rozado su mano... él ya se había perdido entre la multitud... Ella, después de perderle entre en la gente, se dijo que sería un calambre sin importancia y que debía dejar de comportarse como una chiquilla; él, en cambio, no sintió nada más que la poesía reverberando y empapando cada esquina de su cerebro.
Sin embargo, la rebeldía de la chica no le permitió dejar las cosas tranquilas y decidió que aquello no había sido un calambre ni nada por el estilo. Eso había sido una pequeña descarga de magia porque había conectado con alguien, pero ese alguien parecía un hombre invisible que se camuflaba entre la gente. Aun así, era demasiado joven como para tirar la toalla y decidió acudir otra vez al parque y seguir esa ruta alternativa por si acaso le encontraba. No obstante, se negaba a asumir que sus esperanzas eran nulas, muy escasas. Pero no sabía que la magia y el destino le deparaba una sorpresa.
Él, por el contrario, seguía tan frío e impasible como siempre, parecía y aparentaba ser de hielo. Un hielo que le cubría y hacía que fuese difícil adentrarse en lo más profundo de su ser, le llenaba de escarcha por completo. Pasaba los días inmerso en poesías, libros y más libros...a veces, también escribía pero nada de valor, consideraba que no era bueno y desechaba todo lo que redactaba. Salía a la calle a menudo, pero nunca se fijaba en la gente; simplemente los libros le ofrecían toda la compañía que necesitaba. Un día sentado en un banco, leyendo como de costumbre, una ráfaga de viento tiró de su mano el libro, y vio como una chica cruzaba la multitud apresuradamente...su figura era esbelta su pelo era mecido por el aire, y por un instante sus miradas se cruzaron y esos ojos azules, esa mirada... Aquello hizo que algo se moviese en su interior, no podía no saber nada de aquella mujer.
Como cada día, siguiendo su rutina, la joven volvió a recorrer el parque de camino al trabajo. Pero esta vez con más calma y mirando cada rostro. De repente, un chico se levantó a recoger un libro del suelo y al levantarse sus ojos negros, como un pozo sin fondo, se cruzaron. Ella, incrédula, no daba crédito a que volviera a tener a ese chico ante sus ojos. Por eso, viendo que el destino le brindaba una segunda oportunidad, decidió darse una oportunidad y tratar de conocer a ese misterioso chico, pero no sabía ni por dónde empezar.
Al día siguiente, volvió a ver a aquella joven, mas no se atrevió a decirle nada. Demasiada vergüenza. Pensó que quizás con una nota que se cruzase en su camino o un encuentro fortuito, algo que le ayudase a conocer más acerca de ella... quizá pudiese perderse en la inmensidad de aquellos ojos. Quizá pudiera saber que ocultaba tras ellos. Era muy complicado, no estaba muy habituado a esta clase de situaciones.
Por el contrario, ella no era capaz de concentrarse en nada más que en ese chico. Sentía que algo había cambiado en ese intercambio de miradas y que algo más iba a cambiar. Y era por esto por lo que no paraba de consultar el reloj mientras revisaba facturas y albaranes sentada detrás de la mesa metálica de su oficina. Ése era su trabajo vivir entre papeles llenos de números y hacer cuentas y más cuentas; no había cabida para otra cosa. Aunque, tarde o temprano, todo cambiaría. Otro tipo de papel con otra clase de contenido había alterado el orden de su mundo.
Él se encontraba sumergido en aquel libro en el que se decía que si crees en los sueños estos se cumplen, su teléfono sonó y se marchó rápidamente olvidando por completo aquel mundo de fantasía, dejándolo en el banco en el que estaba sentado.
Ella que como cada tarde lo veía, decidió acercarse al banco y entonces vio el libro, tras mirar un poco el contenido de este, al final, había una frase manuscrita: “Ni el amor ni la guerra podrá cambiar lo que somos. Tan solo nosotros somos los dueños de nuestro destino. Atrévete.”
Fue entonces cuando ella decidió llevarse el libro a su casa, y allí, analizando más profundamente su contenido, vio que, entre las palabras del autor, él había escondido un número de teléfono. ¿Qué debo hacer?- se preguntó. Quizás, ese número era la llave que le permitiría conocer a aquel hombre en el que no paraba de pensar.
Llamó, apenas dudó un instante, y una voz cálida y entrecortada apareció al otro lado, era él. Quedaron al día siguiente, en el mismo lugar donde se conocieron, aquel parque que había cambiado sus vidas para siempre.
Eran las seis menos diez, en apenas diez minutos aparecería aquel hombre ante sus ojos, estaba nerviosa, un nudo parecía haber cerrado su estómago y su corazón palpitaba a gran velocidad. Se había arreglado más que nunca, sus ojos brillaban, a pesar de que aquel día era nublado, ella estaba iluminada. Transmitía felicidad, no era necesario más que mirarla para saber que esa sonrisa y ese brillo de ojos denotaba algo positivo.
Él llegaba puntual, entonces la vio, un escalofrío recorrió su cuerpo, tenía miedo, él no sabía si sería suficiente para aquella mujer que tan sólo había visto caminar entre la gente, le aterraba. Respiró profundamente, se armó de valor y se colocó frente a ella. Estaba nervioso, pero logró proponerle ir a tomar un café. En ese preciso instante, comenzó a llover, no se lo pensó dos veces.
Deslizó su mano por la cara de aquella preciosa mujer, apartó su pelo y dejó su mano reposando sobre el hombro de ella. La miró, los ojos de ambos brillaban, estaba apenas a dos centímetros. Una gota de agua recorría la cara de ella, utilizó su mano para secar aquella gota y se acercó lo suficiente como para que los labios de ambos se rozasen.
Cuando cruzó su mirada con la de él lo tuvo claro, ahora o nunca. Él pensó lo mismo. Y casi a la vez lo decidieron, ella se sorprendió por la suavidad de sus caricias que se oponía a la aspereza de su barba contra su cara. Él sintió la suavidad de su piel y su delicada colonia con un ligero aroma a fresa. Ambos se dejaron llevar, sentir y alimentarse a través del beso del otro. Entonces, él decidió acercarse un poco más para sentir mejor su cuerpo, colocó su mano sobre su cadera y la atrajo hacia sí; ella se sorprendió pero no opuso resistencia, estaba segura de que eso era lo correcto. Un segundo después ella decidió subir sus manos suavemente por su espalda hasta llegar a su pelo y enredar sus dedos en él para seguir disfrutando unos instantes más el roce de sus labios.
En esos momentos, no les importaba que la lluvia les empapase, ni lo que sucedía a su alrededor, estaban fundidos el uno con el otro, y eso era todo lo que necesitaban. El mundo era una simple mancha alrededor. Cuando su beso terminó tras unos instantes, se miraron el uno al otro mientras él aspiraba el aroma de su pelo y ella reposaba la cabeza sobre su hombro y dejaba que la colonia de él la embriagase. Deshicieron su abrazo y se miraron a los ojos una vez más, para después abandonar el parque cogidos de la mano. Nunca más se dejaron escapar...