Estás ahí, al borde de mi garganta,
sé que quieres escapar, llevas demasiado tiempo encerrado. Un nudo cierra mi
estómago, parece no tener fin esa horrible sensación. Ahora golpea mi cabeza,
sus sacudidas son fuertes, apenas dejan que me mantenga en pie. Por fin me
tumbo sobre la cama, un pinchazo en el costado y en la zona lumbar me paraliza,
una tenue luz ilumina la estancia y sólo puedo mirar al techo. Respiro
despacio, llenando todo lo que puedo mi diafragma y conteniendo el dolor en el
costado. No lo puedo aguantar y el aire se escapa entre mis dientes, acompañado
de un leve pitido proveniente de mi garganta, sin duda quiere escapar.
Despierto con un grito sordo de
madrugada, algo me ha llevado a despertar. Por suerte, no soy capaz de recordar
lo que me ha hecho gritar. Vuelvo a caminar enfrente de ese lugar, me sigue
helando la respiración, pero he conseguido pasar por delante de la puerta, algo
es algo. Pero no estaba solo, supongo que esa luz que algunas personas son
capaces de irradiar con una sonrisa, una mirada o un simple gesto acaban por
calentar un poco el alma de quienes creen haber perdido absolutamente todo.
Ahora, comienza un camino
diferente, nuevo, plagado de unas huellas que creía completamente borradas. Ese
viejo sueño me sigue invadiendo, me estremece cada vez que vuelve. Aún recuerdo
esos pasillos pintados de un color crema, empapelados hasta media altura y unas
finas láminas de madera coronando el límite del papel, supongo que buscan darle
calidez, pero todo es tan lúgubre que nada consigue dar luz a ese lugar. Un
profundo olor a hospital mezclado con desinfectante llena por completo las
fosas nasales, se adhiere a la ropa y a todo cuanto está a su alcance. Se
apodera de las personas, las hace más y más pequeñas, las apaga por completo.
El largo pasillo no se acaba, parece interminable, quizás mis pequeñas piernas
de entonces lo recuerden más largo de lo que era. Todas las puertas entornadas,
ruidos de máquinas emitiendo funestos pitidos se cuelan entre las rendijas que
dejan éstas. Y por fin llegamos. Blanco sucio, triste, desgastado. Paredes con
demasiadas vidas perdidas. Un par de mesillas, como si alguien las utilizase.
Unas ventanas que rompen todo y dejan pasar la luz y el color. Una cama
articulada, sábanas blancas, impolutas.
Aún oigo cada respiración, muy
forzada, rota, artificial. Y esas manos, grandes, trabajadas, que tantas otras
veces me habían apretado la mano, seguían haciéndolo, bueno, simulando que lo
hacían. Parecían, parecías, en otro lugar. Muy lejos, demasiado. Supongo que lo
bueno es poder irse, cuanto más tarde mejor, pero estamos aquí para eso, nadie
vive para siempre sobre este suelo. Pero lo que más duele, lo más complicado de
todo, no creo que sea el momento en sí, creo que dejar atrás todo lo que
construyes en la vida es lo más difícil de asumir, no para quienes se van, sino
para aquellos que, en un acto de irreverente locura, asumen que no queda más
opción que quedarse y luchar. Levantarse y aguantar. Luchar. Seguir viviendo
una vida que ya no lo es, para hacer algo en lo que realmente creen.
Sobrevivir.
Y en eso consiste todo, en
sobrevivir, en aguantar todo lo que viene y seguir siempre ahí, incansables.
“No es sencillo recorrer un camino sobre el que no quieres andar, pero siempre hay unos pasos que me guían, unas manos, fuertes y firmes que dirigen todo, sé que va a llegar, sé que estás, que vas a seguir estando. Te tengo cerca. Vuelve, para no irte jamás”. M.