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29.11.15

Dejarse ir

Un largo pasillo color crema, con un papel pintado de tonos grises absurdos a media altura, se abre paso ante mis pies. Un silencio rotundo adorna un tibio sol de julio. Tan sólo se oyen unas máquinas que marcan un funesto ritmo, tímidos susurros y algún que otro paso de apesadumbradas enfermeras y personal médico que caminan cabizbajos ante el irremediable final que aguarda a sus pacientes.

Un raudo escalofrío recorre mi cuerpo, mis vellos se erizan, alertándome de que todo aquello no podía ser bueno. Nos paramos en la quinta habitación del ala derecha. La puerta estaba entornada y apenas se apreciaba un leve desgaste en el pomo. Un amplio ventanal, con vistas a un jardín que nadie mira, un maldito tono amarillento desgastado en las paredes, un par de sillas demasiado cómodas para el lugar en el que tenían que ejercer su función, y una cama articulada.

Tan sólo vi caras tristes cuando llegué. Supongo que les daba pena el triste final y las aciagas consecuencias que iba a desencadenar. No pude ver nada más, ni siquiera llegué a doblar la esquina de la habitación para enfrentarme a todo aquello.

Salí rompiendo el silencio con unos pasos acelerados, y acabé encontrándome sólo, en una pequeña sala en la que tan sólo había unas sillas forradas por una tela áspera de color verde, ni tan siquiera había una ventana. Supongo que las ventanas a un jardín daban demasiadas esperanzas a todos aquellos que esperaban un triste final, que no era el suyo pero que se antojaba igual de complicado.

Y la muerte. El jodido final que todos te anuncian y nadie te confirma. Y pasas de arrastrar tus tristes pies por un infernal pasillo que otros tantos han recorrido antes con los mismos sentimientos, a encontrarte en algún sitio demasiado frío en el que insisten en exhibir a aquel que por fin ha dejado de sufrir, para que todos le lloren. Y acabas sintiendo una culpa irracional que no se despega de tus entrañas jamás.

Se acaba. Te olvidan, a ti que te has quedado aquí te olvidan. Quizás la lástima y el recuerdo, junto con los buenos deseos se esfume bajo esas paladas de tierra que sepultan a quien ha sido parte de tu vida.

Al fin y al cabo, morirse no es algo tan grave, simplemente es irremediable. Lo peor, es quedarse, porque los recuerdos invaden todo, el miedo te atenaza, y por un tiempo, que puede ser más o menos largo, dejas de vivir, y eso sí es la muerte.

Así que empieza a vivir, como si todo estuviese a tu favor, recorre ese maldito camino que está tan marcado en el suelo que pisas y logra llegar a lo más alto. No te preocupes si caes, es inevitable, pero mientras quede un ápice de esperanza, demuestra a todos esos que creen que no vales, que eres lo mejor que ha pisado ese maldito suelo que veneran y del que no quieren despegarse.


24.11.15

Te odio

Te odio. Sí, es algo bastante complicado de decir, pero así con mis letras, te lo suelto. Hay diccionarios que definen el odio como el deseo de que le vaya mal a la otra persona. Y no quiero que te vaya mal, simplemente, quiero que te vaya como me fue a mí a tu lado. Y no es que sea mal, simplemente quiero que tengas esa jodida sensación de no estar segura jamás de lo que tienes ni lo que haces. Y por eso te odio, porque contigo, no era yo. Mira que es complicado definir lo que soy, pero a tu lado no era nada en absoluto, aunque apenas era nada antes, y nada seguiré siendo, pero lejos de ti, parezco algo más.

No te lo puedo negar, era incapaz de separarme de tu sombra, porque me producía calor dentro del maldito corazón este que no se cansa de recordar. Y me costó desligar mis vagos recuerdos de tu alargada sombra, porque me invadiste de tal manera que era imposible que nos despegásemos.

Ahora por fin tus recuerdos se dispersan y el dolor se mitiga notablemente con las distancias que nos separan. Y qué maldito alivio no sentirte tan cerca. Porque sé que soy tan estúpido que me temo que podría volver a recaer en esas intrincadas redes en las que me mantuve atrapado.

Dilapidar tus recuerdos a base de crear otros nuevos no es complicado. Tampoco eras tan buena como para que fuese imposible olvidarte. Te convertiste en un maldito dolor crónico en lugar de ser una alegría constante. Supongo que por eso te odio, porque ni tú supiste darme lo que yo necesitaba, al igual que yo a ti, ni encontré todo eso que prometías desde lejos. Y ahora que te noto tan lejos, me siento a salvo.

Hundido. Reflotado. Y odiando. No te confundas cuando me leas, porque sabes que no te odio, no es ese sentimiento, simplemente ya no te quiero a mi lado, ahora sí que no te lo mereces. Simplemente me siento herido en ese dichoso orgullo, que nunca ha querido aflorar, porque a pesar de ser un motor de cambio es tan sólo una coraza de superioridad, que no vale de nada. Y si me siento herido, es porque no has dado la talla. Era muy fácil, tú marcabas los máximos, y ni siquiera llegaste a esos mínimos de los que tanto alardeabas y prometías.

Se terminó. Hoy te borro y te cierro, por completo y para siempre. Te seguiré escribiendo, seguro, porque aún me quedan letras que sacar para poder vaciarme por completo.

Te has acabado, ya sí, hoy. Hasta que no nos quede más remedio que encontrarnos, te perderé por completo, espero que no hagas lo mismo.




23.11.15

Casa

Casa. Supongo que eso es lo que siempre busqué en ti, encontrarme en casa. Y aunque siempre me resultó algo bastante fácil, creo que en su lugar acabé encontrándome en un frío infierno del que no podía salir, y me temo que tampoco quería. Así se resume todo eso que no tuvimos ni tú ni yo, y así, es como debe ser, porque si no eras casa, y yo tampoco lo era para ti, es mejor así. Espero que sigas estando tan vacía como cuando te conocí, tal y como querías. Así, sin tener a nadie que te haga sentir en casa.

Es una triste realidad, porque hubiese hecho casi cualquier cosa porque esos ojos tuyos, tan negros, me hubiesen abierto sus puertas cada día. O porque esos labios tan rotos por el frío y el tiempo de soledad y silencio, se hubieran puesto de acuerdo para dejarme entrar a vivir. Un par de centímetros cuadrados en el cielo de tu boca eran suficientes para mí, y bastaban para que tú y yo nos encontrásemos en ese maldito abismo que nos dejaba al filo de lo imposible, pero que juntos, se convertía en una extensa llanura en la que hacer vida, y casa.

Ya no quiero recordarte, he borrado hasta el último ápice de cariño hacia ti. Y aún sigo viéndote en cada reflejo que me persigue, sintiéndote en ese olor a moras que a veces alguna desconocida hace que me invada. Y me evada, allí, a tu lado.

Puede que yo no fuese lo que tú querías, o que tan sólo resultase la excusa perfecta para no quedarte sin argumentos. Pero ya no te echo de menos.

He encontrado mi casa. Está bajo unos párpados cansados que esconden unas alegres pupilas de color verde, como diría Sabina, marihuana. Y lo mejor de todo, es que me reciben con honores de soldado caído en batalla, que me añoran cuando no estoy. Pero, aún hay cosas mejores, como que desde ellas, puedo descolgarme a una sonrisa perpetua que guarda tras de sí un cálido cielo, justo a ras del paladar, donde se encuentran su alma y mis malditos miedos.

Y no quiero otra casa, porque esa es la mejor. Me calma en las noches de tormenta, me cobija en los momentos de duelo, y me guarda. Me esconde siempre que lo necesito, y me espera, porque para ella, yo, también soy casa.


20.11.15

Arte

Por amor al arte nos encontramos, abarrotados de falsas esperanzas de encontrar lo que no debíamos buscar. Y acabamos, amándonos, buscándonos, comiéndonos hasta los puntos suspensivos de cada párrafo, durante tantas noches que me lo acabé creyendo, nos habíamos hecho arte.

Más que arte, lo mío era encontrarte y despertarte, amanecer, con tus pechos pegados a mi espalda, con tu nube de pelo ensombreciendo mi mirada, y contigo, así, a mi lado. Tú buscabas en calor en cada recoveco de mi piel durante todas las noches, yo buscaba tus fríos pies para poder calmar el calor, y así, de alguna manera también caminábamos juntos a convertirnos en arte.

Pero el arte es efímero, igual que el caminar de mis dedos sobre tu espalda, o el besar cada lunar de tu cuello. Y como toda obre de arte, tras un bonito auge, nos convertimos en un vago recuerdo del que no quedó nada más que una amplia cicatriz en unas sonrisas distraídas y algún que otro rastro de sangre en un par de corazones que no dejan de bombear recuerdos que tan sólo hacen mal.

Así acabo nuestra historia del arte. Te rogué, que a la mayor brevedad posible volvieras por aquí, que nos dejamos un par de trazos por dibujar en el lienzo, y si hubieses querido, podríamos haber pintado otro nuevo, con otras historias, pero tú, aquí conmigo, los dos, casi como antes…

Estamos colocados en esa galería de dulces recuerdos que se tornan mucho más amargos con el paso del tiempo. Pero es lo que tiene el arte, que para unos el placer es crear y para otros contemplar, pero cuando esa conexión se diluye, tan sólo es eso, una locura de algún artista que se dejó seducir por el arte que todo esconde.

Ya no vuelvas. Te he olvidado por completo, y aunque trates de hacerme recordar, quemé todos nuestros recuerdos. Te escribí hasta la saciedad y te vacié por completo, para no tener que darme cuenta jamás de todo lo que me perdí por ti. Y ahora que ya no estás, lo veo todo más claro, y hay mucho que des cubrir ahí fuera, supongo que con cualquiera se puede hacer arte, pero no es posible que cualquiera, me haga olvid(arte).


Por amor al arte, a encontrarte, a calmarte, a abrazarte, a no querer olvidarte, a besarte, a rasgarte las heridas, a calmarte… por todo eso, fuimos arte. Y ahora para poder olvidar, sólo me queda cicatriz(arte). 

17.11.15

Conquistar una lengua muerta (IV)

DE SUS IDAS…


Desapareció. No supe el porqué de esa espontánea desaparición suya. Supuse que aquel beso no estaba programado en su agenda (que si no lo saben, es una palabra de origen latino, que significa “lo que hay que hacer”), y todo aquello había provocado una revolución para la que ni ella ni yo estábamos preparados.

Vera. Una luz brillante de color rojo en la parte superior del móvil me alertaba de su mensaje. Decidí, de nuevo, resistir la tentación, y tardé un par de horas en responder.

-         Hola Leo, lo siento, pero necesito mi tiempo. – Vera; 00:16; 14/05
***
-         ¿Cómo te va? – Vera; 13:25; 19/05
***
-         ¿Estás bien? – Vera; 23:30; 22/05
***
-         ¿Sigues acordándote de mí? – Vera; 16:54; 01/06
***
-         Hoy te echo de menos. – Vera; 19:00; 08/06
***
-         Me gustaría verte. – Vera; 03:55; 09/06
***
-         Necesito verte. – Vera; 07:00; 13/06
***
-         ¿Seguro que va todo bien? – Vera; 12:25; 13/06
***
-         ¿Nos vemos esta semana? – Vera, hace unos segundos.
***
-         Sí, hoy a las doce, en el bar donde trabajo, ya sabes dónde es, estaré cerrando, llama al llegar. – Leo. 14:00; 18/06

No entendía todo aquello. Quizás verla me aclarase algo de lo que había sucedido.


… Y SUS VUELTAS


Ansiaba que llegase la hora del cierre para verla de nuevo.

Estaba limpiando la barra cuando alguien golpeó la persiana metálica, tres golpes, supuse que era ella. Llegaba tarde. Me sequé las manos en la impoluta camiseta blanca que escondía bajo el uniforme y me acerqué hasta la puerta.

Unas bailarinas blancas se asomaban bajo la persiana, unas piernas al descubierto se dejaron entrever a continuación, y tras pasar sus rodillas una falda de color rosa se adivinaba cubriendo parte de sus piernas. En sus manos, un pequeño bolso de un color tierra claro, asido por una pequeña cinta y sujeto con ambas manos contra su vientre, esperaba sobre el fondo, también blanco de una camiseta de encaje de manga larga. Y  tras toda ella, ella de verdad. Los labios perfilados y resaltados con un pintalabios rosa, de una tonalidad similar a la de su falda, y sin más adornos, sus ojos, el pelo suelto anticipando su perfil, y los ojos azules, sin apenas maquillaje. Espléndida, tal y como la recordaba.

Me giré con cierto aire de desdén mientras ella exhalaba un hola levemente audible. Me acerqué de nuevo a la barra y lancé lejos la bayeta con la que había estado limpiando. Bajé de la barra un par de banquetas, y las puse una frente a otra, di un par de palmadas sobre una de ellas para invitarla a que se sentase. Mientras tanto, me colé hasta el interior de la barra y observé como avanzaba tímidamente hasta el sitio que deliberadamente le había asignado. Eligió la banqueta contraria a la que le indiqué.

-         ¿Quieres algo? – pregunté decidido. Mientras miraba las botellas que se disponían ordenadamente en los estantes detrás de la barra.
-         Quiero… – dudó un momento- … un gin-tonic.

Alargué el brazo para elegir la mejor ginebra que teníamos. Y saqué del frigorífico una tónica y un refresco. Alcancé una copa, puse un puñado de hielos y mezclé la ginebra y la tónica, sin adornos. Le acerqué la copa y dejé la lata de refresco junto a ella.

-         ¿No bebes conmigo? – preguntó curiosa.
-         No, tengo que conducir después. – dije mientras miraba de soslayo la moto que se veía aparcada frente al bar.  

Me acerqué a la puerta, y bajé la persiana de nuevo. Por último, restregué mis manos por los pantalones para secarlas y me senté a horcajadas sobre la banqueta.

-         Tú dirás. – le espeté, nada más sentarme.
-         Bueno… verás, lo cierto es que…
-         Lo cierto es que no sabes que decirme. No te preocupes, busca las palabras.
-         No esperaba que sucediese todo aquello, no de esa manera y no tan pronto.
-         ¿Y no te gustó? – dije en un tono socarrón.
-         Sí. – afirmó mientras se tapaba la boca con su bolso de camino a la barra, y se ruborizaba.

No pude evitarlo, fue un impulso. Antes de que dejase el bolso sobre la barra, salté de la banqueta y me puse frente a ella.

Deslizó sus manos hasta mi torso. Nos miramos. Su sonrisa se había descolgado de sus labios, y sus ojos azules brillaban. Me lancé a morder su labio inferior. Hizo lo propio cuando me tuvo a su disposición.

La levanté de la silla, y en mis brazos, avanzamos hasta el fondo del bar. Sus manos, perdidas en mi pelo, las mías, aferradas a la parte inferior de sus muslos. Nos habíamos encontrado con la boca, una y otra vez, sin cesar.

Tras unos escasos pasos, la senté sobre una mesa. Colocó sus manos bajo mi camiseta y se deshizo de ella. Me atrajo hacia sí, y me beso. Fuerte y apasionadamente. Yo levanté su camiseta, su melena, descolocada por la acción invadió su rostro.  Aparté sus cabellos para encontrar sus ojos. Y allí estaban, perplejos, mirándome. La besé, me besó, nos besamos, y de nuevo, todo el proceso.
Se deshizo de mi cinturón, yo de su falda, y allí nos quedamos. El uno frente al otro, medio desnudos y ruborizados.

Desabroché su sujetador mientras ella me besaba, besé su cuello, baje caminando hasta sus pechos, recorriendo aquel largo trecho con mis labios. Era perfecta. Recorrí cada recoveco de su piel con mis manos. Nos quisimos, varias veces, entre mis brazos y sus piernas, con risas, lágrimas y sudor.

***


Nos dieron las tres de la madrugada, los peinados perfectos eran historia, esa que estaba a punto de comenzar para ambos. Terminé de organizar todo aquello que se había desordenado y salimos del bar. Hacía bastante calor aún. Montamos en mi moto y conduje durante un largo rato.

14.11.15

Conquistar una lengua muerta (III)

LA SEGUNDA PRIMERA VEZ


Nos citamos aquella misma tarde. Comencé a comprender que si quería algo, tenía que ser en ese momento. Aunque a veces se dejaba llevar.

Entré a la ducha, de nuevo, para poder asimilar todo aquello. El agua recorría mi rostro y todo mi cuerpo. Medité durante unos minutos bajo la tibia agua. Me enfundé unos vaqueros negros, anudé unos zapatos de color negro, también, relucían. Abotoné, nerviosamente, una camisa blanca, los primeros seis botones en orden ascendente, luego los dos que afianzaban el cuello y por último los puños, primero el derecho, después cerré mi reloj sobre mi muñeca izquierda y anudé ese puño. Seleccioné, sin mucha atención, una americana del armario, la dejé sobre la cama, también era negra.

Fijé mi alborotado cabello con un poco de gomina. Vaporicé un poco de colonia sobre mi cuello y mis muñecas. Cogí la americana que estaba sobre la cama, abandoné el dormitorio y así los bolsillos de mi pantalón. Vacíos. Busqué sobre la mesa del salón y sobre el sofá, allí estaba el teléfono. Volví a la habitación y en el primer cajón de la mesilla, encontré mi cartera de piel, negra. Revisé que tuviese todo lo que necesitaba aquel día. En la cerradura estaban las llaves, las agarré fuertemente y le di dos vueltas hacia la izquierda para abrir. Antes de sacar las llaves de la cerradura, me puse la americana, abroché los dos botones y me cercioré de que todo estaba perfecto, mirándome de soslayo en el espejo que tenía en la entrada.

Abrí la puerta, saqué las llaves de la cerradura. Cerré con un leve golpe y giré de nuevo las llaves un par de veces en el sentido contrario. Baje las escaleras, cuatro pisos, las dos últimas antes de llegar al portal, con un salto. Brillaba el sol, y mi sombra se desdibujaba entre los azulejos de la entrada del edificio.

Era primavera. Me sobraban más de diez minutos, aminoré la marcha y aproveché para reconocer su foto en aquella aplicación de mensajería que había tendido puentes entre ella y yo aquella mañana. Tan perfecta como la recordaba.

Miré la frase que había puesto junto a su foto. “Nihil novum sub sole”. Sin duda, bajo su sol no habría cambiado nada, pero bajo el mío, estaba la reina del latín.

La espera fue eterna, pese a su puntualidad. Se presentó allí, con un vestido, unas botas negras y sus ojos azules. Y se me cayó el alma, a sus pies, rendida. Dos besos tímidos, unas miradas nerviosas y un silencio tenso.

Ella se decidió y se aferró a mi brazo derecho. Caminamos con paso firme y la mirada alta hasta la entrada de la estación. No nos dirigimos la palabra hasta que nos sumergimos de lleno en aquel continuo vaivén de gente, que se dirigía ensimismada hacia su destino. Decidimos montar en la línea cinco, no teníamos un destino fijo, pero acabamos bajando del metro un par de paradas antes de llegar a la Sagrada Familia.

El viaje no fue demasiado largo, e intercalábamos miradas con largos silencios y alguna que otra conversación que nos permitió, a grandes rasgos, conocernos un poco más, aunque acabamos tomando la determinación de no descubrirnos demasiado, hasta que no llegase el momento.

Tenía una sonrisa brillante, completamente oculta por momentos, que se desvelaba ante mis ojos, cuando quería que desapareciese todo lo demás.

Caminamos un breve rato hasta llegar a la Sagrada Familia. Entramos a comprar un par de helados artesanales, el suyo de pistacho y el mío de chocolate. A pesar de ser primavera, el sol calentaba algo más que los huesos, quizás también se debiese a su presencia. Nos sentamos a mirar la Sagrada Familia. Esa obra inconclusa se antojaba tan complicada como ella, y eso que tan sólo había comenzado.

Después, nos perdimos por las calles, y nos dirigimos secretamente hasta el Parque Güell. Apenas quedaba gente, el sol estaba cayendo sobre la ciudad y a nosotros nos quedaba aún alguna que otra aventura por delante.

Nuestras manos se rozaron, desesperadas por encontrar el calor del otro entre los dedos. Y ella, ante aquel acto involuntario, salió corriendo y comenzó a desdibujarse entre las columnas del parque. La perseguí tímidamente. Tras la última columna, ella jugó a ir de un lado a otro. Acabamos el uno frente al otro, con la luz del último sol del día bañando nuestros rostros, y nuestras sombras, ya unidas en la penumbra, nos impulsaron a juntar nuestros labios.

Los suyos estaban húmedos y resbaladizos, los míos secos y resquebrajados. El primer beso. Abrí los ojos, y allí estaba ella, mirando mis gestos mientras nos besábamos, mantuvimos la mirada, pero al final, bajo los párpados. Era el principio del fin.

Silencio. Eso es todo lo que queda cuando algo que esperas se convierte inesperadamente en el suceso más relevante del día. Nos dimos la mano. Y desde aquel momento supe que si tenía que soltarla algún día, iba a querer recuperarla.

Hablamos mucho de vuelta al punto de partida. Nos comimos las historias de los labios, y nos recreamos en nuestras cicatrices, que curiosamente dolían bastante menos confesándoselas a ella.


De nuevo, el principio. Nos despedimos en el mismo lugar, un par de besos entrecortados por un leve rubor en las mejillas de los dos, unas cuantas miradas que anticipaban guerra y miedos, y unas últimas miradas, desde la distancia. Nos perdimos de vista.

12.11.15

Conquistar una lengua muerta (II)

LA PRIMERA VEZ


Nos encontramos de casualidad, como quien se agencia unas monedas caídas en el suelo. Ella iba, yo vagaba. Y el maldito destino, nos chocó de bruces. El uno frente al otro.

“No te conviene en absoluto” – me susurró la voz de la experiencia, que siempre me acompañaba cuando el destino no quería dejar de enmarañar mi maltrecha vida. Esa voz es de Lucas, un tipo con suerte, que tiene a Sofía.

Me quedé colgado de aquellos ojos. Apenas cambiamos un par de palabras, rotas por los nervios, llenas de incoherencia. Me adelantaron por la derecha algunos de esos que se hacen llamar mis amigos, y en la noche, perdí de vista sus pupilas, pero jamás dejé de recordarlos.

Supongo que esa misma noche ella acabaría sola o con cualquier tipo que hubiese querido. Yo, terminé hastiado, lleno de dudas y de su recuerdo. Ya no pude borrarla de mi cabeza.

Y la mañana siguiente, devastadora. Encendí ese rectángulo, del que algunos no pueden separarse porque afirman que guardan su vida entera, eso a lo que algunos siguen llamando móvil, o Smartphone. Más bien es un escudo, anti vergüenza y un arma bastante útil cuando se te da mejor escribir que hablar, como es mi caso. Pero volviendo a lo que nos ocupa, encontré un mensaje suyo nada más conectar el dispositivo. Me deshice en cuanto pude de él, lo abandoné sobre lo que quedaba de mi cama tras la inhóspita noche anterior y me di una ducha.

Tomé un café bien cargado, para poder asimilar que la mujer de la que me había quedado prendido la noche anterior me había escrito. A mí. Sí, al tipo que balbuceó un puñado de palabras inconexas y que parecía un auténtico estúpido intentando hacerse el interesante. Pues me escribió.

El mensaje no era gran cosa, aunque cuando no estás acostumbrado a este tipo de asaltos y entradas brutalmente inesperadas, cualquier cosa es demasiado.

“Hola Leo, le pedí tu número a Sofía. Soy Vera, y tan sólo quería decirte que estoy encantada de haberte conocido, aunque me gustaría conocerte más” – algo así rezaba la pantalla luminosa cuando fui capaz de leer al completo lo que se me venía encima.

Vera. Tardé varias horas en decidir que poner. Me decanté por la opción más sensata: “Hola Vera, yo también estoy encantado” – sí, mi capacidad de síntesis y de expresar ciertas cosas es muy amplia, no hace falta que me lo digáis.

¿Cómo podían haberle dado mi número sin antes preguntar? ¿No me dijo Lucas que aquella chica no me convenía? ¿Por qué demonios yo?

Volvieron sus ojos, y los dibujé en uno de esos enormes cuadernos en los que esbozaba ideas, historias, imágenes o que simplemente garabateaba en busca de inspiración.


Una luz parpadeó de nuevo en el teléfono. Temía que fuese ella, pero lo esperaba y me temo que empezaba a desear que continuase escribiéndome. Sin más dilación, tras mi amplia y muy deliberada respuesta anterior, descerrajó un disparo a bocajarro. Quería que nos viésemos de nuevo. En algún punto inconcreto de Barcelona. Me dijo que la sorprendiese, y como mi capacidad para sorprender, a menudo era completamente nula, la cité en la estación de Sants. 

8.11.15

Conquistar una lengua muerta (I)

HASTA ENCONTRARTE


Hasta encontrar a aquella reina del latín, el camino fue largo y farragoso, pero supongo que siempre tenemos que reconstruir nuestras propias cenizas para poder salir del barro y resurgir. Todo por encontrar la luz.

El barro siempre me rodeó, alguna vez hasta me encontré cómodo en él, pues cuando no cesas de caer una y otra vez, decides que no levantarse es la mejor opción. Y ese maloliente barro, repleto de hojas caídas, parece un buen hogar cuando no se conoce nada mejor.

La búsqueda, comienza aunque uno no lo quiera, porque parece que estamos programados para encontrar a alguien. Aunque ese alguien no exista, y dejemos de buscar, el mundo seguirá girando hasta hacer que nos encontremos de bruces con el destino. Y sí, creo que cada uno de nosotros debe forjar su propio destino, y también debe crear su propia suerte, pero por desgracia no siempre es posible. Así que llegará. La certeza de no saber cómo ni cuándo, tan sólo hace que la espera sea más amena y trepidante.

Temo irme por las ramas, pero siempre me gustó contar historias. Y esta, aunque me temo que es sumamente breve, porque la vida así lo quiso, es una de esas historias que uno tiene que contar.

Como les decía, la búsqueda innecesaria e infructuosa durante largo tiempo, me hizo encontrarme con la que desde entonces, y para siempre, será la reina del latín. Pero antes de ella, yo ya era, aunque creo que muchas veces ni siquiera estaba.

Me llamo Leo, soy un tipo cualquiera, de más de dieciocho y menos de treinta, que hace cerca de cuatro años que vive en Barcelona. Y mi historia no es mucho más interesante que la de cualquier otro, o bueno, mejor dicho no era más interesante, hasta que conocí a esa reina del latín. Esa que han leído ya un par de veces, pero de la que apenas se pueden hacer una idea.

Pues bien, la reina del latín, se llama Vera. Y está, por suerte o por desgracia asociada al resurgir y posterior decadencia de mi persona y de mi mundo, que hasta ese momento en el que nos conocimos, estaba totalmente en ruinas.

Ella es  todo lo que yo no era. Sus cabellos rebeldemente largos e irreverentes, todos completamente negros, afilados y ordenados dentro del caos, para poder perfilar sus labios, todos sus rasgos y sus grandes ojos. 

Estaba rota por muchas de sus costuras, pero aun así era la mujer más hermosa del mundo. Sus ojos eran azules, sus pupilas estaban cansadas, los párpados rotos por las miradas que había perdido en todos aquellos años. Sus rasgos esculpidos por el mismísimo Miguel Ángel, parecían haberse roto con la esquina de algún sueño incumplido. 

Y por último, su boca, fuente de inspiración de cualquier poeta, era una llave a un paraíso que estaba regentado por un puñado de besos malhumorados rotos entre los dientes, y tenía vistas al cielo y al infierno, el de su boca.

Su figura esbelta, recalcada por unos tacones eternos en sus pies. Su ruido me acompañó durante algunos meses. Y todo ella, era aquello. Un cúmulo de malditas casualidades conjugadas en una reina. 

La reina del latín.


Era todo lo que podía pedir, y fue todo lo que me pude permitir. Porque, les debo advertir que puede que se queden colgados de sus pupilas, de sus prominentes caderas, de las risas de sus piernas, de las prisas de sus pausas o de los abismos de sus clavículas. Porque siempre que mira, mata. Y siempre que mata, lo hace por amor.