Un largo pasillo color crema, con un papel pintado
de tonos grises absurdos a media altura, se abre paso ante mis pies. Un
silencio rotundo adorna un tibio sol de julio. Tan sólo se oyen unas máquinas
que marcan un funesto ritmo, tímidos susurros y algún que otro paso de
apesadumbradas enfermeras y personal médico que caminan cabizbajos ante el
irremediable final que aguarda a sus pacientes.
Un raudo escalofrío recorre mi cuerpo, mis vellos se
erizan, alertándome de que todo aquello no podía ser bueno. Nos paramos en la
quinta habitación del ala derecha. La puerta estaba entornada y apenas se
apreciaba un leve desgaste en el pomo. Un amplio ventanal, con vistas a un
jardín que nadie mira, un maldito tono amarillento desgastado en las paredes,
un par de sillas demasiado cómodas para el lugar en el que tenían que ejercer
su función, y una cama articulada.
Tan sólo vi caras tristes cuando llegué. Supongo que
les daba pena el triste final y las aciagas consecuencias que iba a
desencadenar. No pude ver nada más, ni siquiera llegué a doblar la esquina de
la habitación para enfrentarme a todo aquello.
Salí rompiendo el silencio con unos pasos
acelerados, y acabé encontrándome sólo, en una pequeña sala en la que tan sólo
había unas sillas forradas por una tela áspera de color verde, ni tan siquiera
había una ventana. Supongo que las ventanas a un jardín daban demasiadas
esperanzas a todos aquellos que esperaban un triste final, que no era el suyo
pero que se antojaba igual de complicado.
Y la muerte. El jodido final que todos te anuncian y
nadie te confirma. Y pasas de arrastrar tus tristes pies por un infernal
pasillo que otros tantos han recorrido antes con los mismos sentimientos, a
encontrarte en algún sitio demasiado frío en el que insisten en exhibir a aquel
que por fin ha dejado de sufrir, para que todos le lloren. Y acabas sintiendo
una culpa irracional que no se despega de tus entrañas jamás.
Se acaba. Te olvidan, a ti que te has quedado aquí
te olvidan. Quizás la lástima y el recuerdo, junto con los buenos deseos se
esfume bajo esas paladas de tierra que sepultan a quien ha sido parte de tu
vida.
Al fin y al cabo, morirse no es algo tan grave,
simplemente es irremediable. Lo peor, es quedarse, porque los recuerdos invaden
todo, el miedo te atenaza, y por un tiempo, que puede ser más o menos largo,
dejas de vivir, y eso sí es la muerte.
Así que empieza a vivir, como si todo estuviese a tu
favor, recorre ese maldito camino que está tan marcado en el suelo que pisas y
logra llegar a lo más alto. No te preocupes si caes, es inevitable, pero
mientras quede un ápice de esperanza, demuestra a todos esos que creen que no
vales, que eres lo mejor que ha pisado ese maldito suelo que veneran y del que
no quieren despegarse.