Hace semanas que lo cruzo en mi
camino, tiene la piel curtida por el sol y las manos deterioradas, síntoma de
haber pasado toda su vida en el campo. Parece no haber tenido una vida fácil,
pero aun así, lo veo agitando algún objeto cada mañana para ahuyentar a las
palomas y sonreír al hacerlo y mientras espera a que éstas vuelvan a posarse en
un lugar cercano.
E imagino, una vida dura, plagada
de horas al sol trabajando para labrarse un futuro, en alguno de estos campos
de Castilla, para disfrutar del retiro en la ciudad. Quizás ya abandonado por
el paso de los años, que irremediablemente nos arrebatan todo. Y tal como
sonríe, lo imagino dejándose hasta el alma en cada cosa que haya logrado en su
vida.
Lo imagino queriendo, en esas
épocas de postguerra a una mujer, que al final cedió ante el empuje de un
hombre que valía más por ese corazón que le palpitaba dentro del pecho que por
lo que podía darle. Yendo a una verbena, bailando hasta la media noche, como si
de un cuento se tratase, en una cálida noche de verano en la que hasta los
mosquitos se rindiesen al calor, y a esa suave brisa que soplaba aquella noche.
Él, con sus pantalones de domingo y una camisa blanca, raída por el uso, pero
aún con una larga vida por delante, acuciada por la necesidad que primaba el
llenar el estómago antes que vestir bien. Y ella, con su vestido estampado y
unos zapatos con la suela de esparto. Y así, sin grandes lujos, sin ese
rimbombante brillo de los bailes modernos de película, sin una banda sonora,
con pasodoble español o cualquier otro ritmo entonado por la charanga, y
rodeados de la sencillez de esos pequeños pueblos… se deslizaban por la plaza
del pueblo bailando. Como si de dos ángeles se tratase.
Y ella se hizo ángel. Mucho antes
de lo que a él mismo le hubiese gustado. Las primeras canas y las arrugas
llegaron juntos, pero no les dejaron vivir el verano en la gran ciudad. Eso sí,
todos los que vivieron, los pasaron caminando juntos, de la mano, por el paseo
del Espolón, mirándose como si aún estuviesen en ese baile, como si no hubiesen
pasado 60 años, como si aún fuesen esos dos ángeles que a la media noche se
despidieron en la puerta de ella, dejándose resbalar las manos en la despedida.
Sólo le quedan esas palomas. Esa
media hora, a la sombra del Arco de Santa María, espantándolas, sonriendo.
Queriendo que le lleven tan alto, que pueda rozar de nuevo ese cielo en el que se
encuentra ella.
Que le sigan volando las palomas,
que nunca se apaguen sus sonrisas, que son eternos, y ese arco, jamás olvida.