Cuando
algo termina, te encuentras perdido. Se acabó. Puede que cuando acabas
alejándote de una mujer, por muy despiadada, adorable, o increíble que sea,
necesites volver a encontrarte.
Generalmente, cuando queremos, dejamos de ser
uno mismo, para ser uno del otro. Ese gesto de caridad altruista para sentirse
en una armonía perfecta, destroza hasta al tipo más duro, insensible y me
atrevería a decir arrogante, del mundo.
Es
en ese instante, en el que acabas en un garito de mala muerte, sorbiendo de un
vaso a tragos de una intensidad y frecuencia variable, algún tipo de bebida
espirituosa. Una de esas que te hace tanto daño que se te olvida hasta tu
propio nombre, y también el por qué bebes.
Cuando
acabas de autocompadecerte en el antro infernal, sales a la calle. Ávido de
emociones, deambulas por la ciudad, y a las dos de la madrugada la encuentras.
Es lo mejor que te puedes permitir con ese puñado de billetes que llevas en los
bolsillos.
Rubia
descolorida, con los labios pintados de un color rosa chicle, visiblemente
desgastado por los vicios que ofrece y exige la noche. Un vestido, demasiado
ceñido a su ya desmejorado cuerpo adulto, y un aliento que rezuma restos de un
mal vino, un puñado de cigarros, y un chicle de menta.
Te
pone morritos. No estás para desaprovechar la ocasión. Y caes en ese fango de
los desahuciados. Acabas, más pronto que tarde, le escupes un par de billetes,
por una faena con más pena que gloria. Y vuelves, avergonzado a ese rincón en
el que duermes.
Porque
ella, como diría Sabina, aunque no era la más guapa del mundo, era más guapa
que cualquiera. Y no será la mejor, pero sí la única. Así que compañero,
búscate la vida, que la muerte ya la conociste sin tenerla a tu lado.