“Las niñas ya no quieren ser
princesas, y a los niños les da por perseguir el mar dentro de un vaso de
ginebra”.
Eso
sonaba mientras, como de costumbre, estaba pensando en ella. Qué razón tiene el
maestro Sabina. Las niñas, como la que ella fue, quieren ser princesas, pero
con las prisas los engaños y los años, acaban por convertirse en unas de esas
damas, que acompañan, matan y engañan.
Y
por más que traté de hacerla princesa, me quedé en simples promesas. Me volví
loco de atar, por no poder jugar entre sus piernas, por no poder perderme en
sus labios, sus ojos ni sus respiraciones. Acabé, buscando en el fondo de un
vaso, de la barra más triste del último bar, un consuelo para no dejar de
respirar.
Pero
cuando uno toca fondo y decide no levantarse, es mejor hundir la cabeza en ese
líquido que te mantiene consciente y recordar. Pensar en qué ha sucedido para
que llegases a tal extremo. Y cuando ves todo lo que hiciste mal, o
directamente no hiciste, ves las cosas buenas.
Quizás,
no sea con ella, o sí. Pero esas sonrisas que te regaló, esos suspiros que te
dieron la vida, y ese momento en el que paso de ser una, a ser la única… puede
que sea lo que necesitas para afrontar el nuevo camino.
Así
que tira ese maldito vaso. Aclara tu voz. Y sal de ese bar en el que pasas más
horas que en tu propia casa. Vuelve a buscarla, vuelve a volver a querer
enamorarte. Vuelve a hacerla feliz, a sonreír, a no mentir.
Y
no le pongas el punto final a una historia que quedó en tan sólo unos puntos
suspensivos, no tires al traste una novela sin final. Porque lo mejor de
nuestra vida, es que además de vivirla, podemos escribirla. El final no está
escrito, y a su lado, ni siquiera lo has imaginado.
Cread.
Creed. Y dibujad un final en el que morir de amor, y matar amando, no sea tan
malo. Porque al fin y al cabo, cuando llegue el punto final de los finales,
siempre podrás cerrar los ojos y recordar cada mañana a su lado, para dejarlo
todo en tan sólo el fin de una historia interminable.