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1.5.16

Ruleta rusa

“Y si todas mis despedidas tienen que ser con un beso a esos labios tuyos repletos de lágrimas, nunca dejaré de volver, para poder besarte siempre como esa primera vez”.

Ella, olía a beso a la desesperada en un andén de estación de tren abandonada. A una ducha con agua tibia después de llegar a casa empapada. Era, tan sólo, una vaga idea en mi cabeza, pues de ella no me quedaban más que las prisas por escapar y algún que otro mensaje fugaz en busca de unos brazos telemáticamente perfectos para llorar.

Él, olía, a libros viejos, a libros nuevos, a palabras apresuradas en unos labios llenos de carmín. Olía, a una historia triste y sin final aparente. Era una imprecisión constante en busca de unas piernas lo suficientemente largas como para no volver a pisar el suelo.

De sonrisa ecléctica, ojeras punzantes, mirada eléctrica, llanto grave, risas lúgubres, miradas ardientes y besos heladores. La mujer perfecta para un tipo que está tan muerto por dentro que las enredaderas están comenzando a apoderarse de sus pies, rozan el estómago y se lo mantienen cerrado, como si de una montaña rusa se tratase.

De miradas apagadas, sonrisas borradas, ojeras perpetuas, labios sellados y palabras sin destino. El hombre perfecto para la mujer rota, desgastada por los costados de tanto respirar sin aire, de tanto llorar sin lágrimas y de tanto borrar a golpe de tinta las puñaladas.

La pareja perfecta.  Una depresión subida a un tren sin destino, que va en una bala de pistola que juega a la ruleta rusa. Se dispararon cinco veces sin éxito, sabían que la próxima vez tendría dentro esa última bala, la definitiva. Olvidaron dispararse, por el momento, prefirieron volver a volar hacia nunca jamás, en busca de ese tesoro perdido, la inocencia y las ganas.

Se encontraron allí, atados el uno al otro por los tobillos. Se cayeron cien veces antes de dar cuatro pasos seguidos. Se acostumbraron a caminar, los dos, de la mano. Guardaron en la guantera de un viejo Mustang aquel revolver con una sola bala. Para que cuando llegase el momento de la máxima desolación, tan sólo hubiese que apretar el gatillo para culminar esa hazaña que algunos hubiesen llamado amor.

Un primero de mayo. Un ruido sordo en un piso del centro de la ciudad. Platos intactos, copas perfectamente colocadas. Un beso en la mejilla. Unas sonrisas veladas bajo las sábanas.

La mujer de las ojeras como las agujas de la catedral y el hombre repleto de palabras que no había escrito, se quisieron, como si todo hubiese pasado.


Sólo había comenzado.