“Y si todas mis despedidas tienen que ser con un beso a esos labios tuyos repletos de lágrimas, nunca dejaré de volver, para poder besarte siempre como esa primera vez”.
Ella, olía a beso a la
desesperada en un andén de estación de tren abandonada. A una ducha con agua
tibia después de llegar a casa empapada. Era, tan sólo, una vaga idea en mi
cabeza, pues de ella no me quedaban más que las prisas por escapar y algún que
otro mensaje fugaz en busca de unos brazos telemáticamente perfectos para
llorar.
Él, olía, a libros
viejos, a libros nuevos, a palabras apresuradas en unos labios llenos de
carmín. Olía, a una historia triste y sin final aparente. Era una imprecisión
constante en busca de unas piernas lo suficientemente largas como para no
volver a pisar el suelo.
De sonrisa ecléctica,
ojeras punzantes, mirada eléctrica, llanto grave, risas lúgubres, miradas
ardientes y besos heladores. La mujer perfecta para un tipo que está tan muerto
por dentro que las enredaderas están comenzando a apoderarse de sus pies, rozan
el estómago y se lo mantienen cerrado, como si de una montaña rusa se tratase.
De miradas apagadas,
sonrisas borradas, ojeras perpetuas, labios sellados y palabras sin destino. El
hombre perfecto para la mujer rota, desgastada por los costados de tanto
respirar sin aire, de tanto llorar sin lágrimas y de tanto borrar a golpe de
tinta las puñaladas.
La pareja
perfecta. Una depresión subida a un tren
sin destino, que va en una bala de pistola que juega a la ruleta rusa. Se
dispararon cinco veces sin éxito, sabían que la próxima vez tendría dentro esa
última bala, la definitiva. Olvidaron dispararse, por el momento, prefirieron
volver a volar hacia nunca jamás, en busca de ese tesoro perdido, la inocencia
y las ganas.
Se encontraron allí,
atados el uno al otro por los tobillos. Se cayeron cien veces antes de dar
cuatro pasos seguidos. Se acostumbraron a caminar, los dos, de la mano. Guardaron
en la guantera de un viejo Mustang aquel revolver con una sola bala. Para que
cuando llegase el momento de la máxima desolación, tan sólo hubiese que apretar
el gatillo para culminar esa hazaña que algunos hubiesen llamado amor.
Un primero de mayo. Un
ruido sordo en un piso del centro de la ciudad. Platos intactos, copas
perfectamente colocadas. Un beso en la mejilla. Unas sonrisas veladas bajo las
sábanas.
La mujer de las ojeras
como las agujas de la catedral y el hombre repleto de palabras que no había
escrito, se quisieron, como si todo hubiese pasado.
Sólo había comenzado.