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25.3.14

Lo que no es...

Tengo la imperiosa necesidad de escribir sobre ella. De todo lo que es, pero sobretodo de lo que no es.  De la intimidad de sus besos en público, del silencio de sus abrazos entre el gentío.

Sus dulces ojos, oscuros como el alquitrán, albergan la mitad de mis esperanzas, y también de mis múltiples desgracias. Nunca podré dejar de mirarla, es incluso ahora cuando escribo estas líneas, cuando no dejo de ver sus ojos frente a mí. Con esa pálida sonrisa que se dejaba entrever entre sus mechones más despistados, a media luz, entre mis desvelos, me sonríe tímidamente dejándome sin más recursos para mis sueños.

Su alada espalda me invitaba a perderme entre sus más oscuros deseos, que hacen que mis pobres pensamientos se fundan con sus mechones de pelo, entre los que no quiero encontrarme, por miedo a despertarme lejos de su manos.

No hay yo sin ella, no hay miedo sin sus ojos, no hay amor sin las palabras que no dice. Habla siempre mirándote, recogiendo su pelo, para poder escucharte y analizar cada palabra que sale de mis labios, con sus ojos.

Aquellos besos repletos de intimidad en público, que consiguen llevarme lejos de su lado, estando tan cerca de ella. Y ese silencio al abrazarla, rodeados de ruido, que con un par de palabras hace que se pierda, y al despegarse te devuelve de pronto a esa cruda realidad. Esa en la que el amor no existe, sus abrazos se disipan a lo lejos y aquellos dulces besos que un día rozaron mi cuello, se pierden entre la gente, abrazados por otros labios, recogidos por otros cuerpos.


Pero ya no es ella, ya no soy yo. Ya no hay un nosotros, ni lo habrá, solo los recuerdos nos podrán llevar a un tiempo en el que querer, siempre sin saber, era nuestra mejor medicina.

23.3.14

Quizás, contigo...

La despedida fue rápida y contundente. Un simple adiós culminó aquella noche. Siempre teníamos la costumbre de enredarnos un poco en el otro antes de dejarnos marchar, pero no aquel día.

Me quedé perplejo, mirando cómo se alejaba y me dedicaba un contoneo roto por el silencio, que me hacía indicar que esta vez no, pero quizás otra noche sería.

Ella, tenía los labios rasgados de tantas sonrisas perdidas. Rotos, en su máximo esplendor, por tanto besar sin pensar. Sus manos, llenas de cicatrices de tanto amar en silencio, de quererse cuando nadie lo hacía. Así estaba, con retales por su cuerpo de tantas vidas que encontró y no se quedó.

Y así estaba yo. Tan enamorado de cada una de las cicatrices que la cubría que tan sólo podía pensar en ella. Es cierto, que sería una relación tan rara como nosotros dos. Juntos, sumaríamos más heridas mal cerradas que toda una división de infantería en plena guerra.

Pero que importa, los guerreros y los valientes son los que hacen valer la vida que les ha tocado. No se dejan llevar, porque les han llevado por caminos espinosos, eligen su propio camino. Y éramos ella y yo un camino, más bien una gran encrucijada de la que ninguno de los dos parecía dispuesto a salir. No queríamos, por miedo, ni por placer.

Parece una locura esto de querer sin querer, pero los locos disfrutan el momento. Y eso hacíamos, recorrer una y otra vez el mismo camino, cambiando el principio cada vez que llegábamos al final, ese que repetíamos o cambiábamos a nuestro antojo, sin encontrar aún el que deseábamos.


Aún estamos así, sin saber que querer, sin querer hacer. Porque cuando queramos y hagamos, sonará un estrepitoso ruido, que os indicará, que al fin, hemos encontrado la salida, y la hemos tomado. Los dos juntos, así, de la mano, como esas parejas que llevan media vida juntas y no quieren separarse.

18.3.14

La verdad y otras mentiras

Apenas diez metros cuadrados, pintados de un aséptico blanco nuclear, que daba la sensación de más espacio. Contaba con un par de sillones reclinables, anclados irremediablemente a una fría barra metálica, que era la encargada de sujetar aquella bolsa de infecta curación, o un camino más doloroso de llegar al mismo final, como prefieran entenderlo.

Me sentaba allí durante al menos una hora, y esperaba. Primero, a la enfermera, para que introdujese en mi brazo ese frío gusano metálico, encargado de llevar a mi circuito sanguíneo el contenido de aquel terrorífico gotero. Los primeros segundos eran insoportablemente dolorosos, notaba como todas mis ganas y mi fuerza se desvanecían al mismo tiempo que entraba la supuesta curación en mi cuerpo. Después todo se convertía en algo más sencillo, apoyaba mi cabeza, cada vez menos poblada debido al tratamiento, en el respaldo del sillón, y me dejaba ir.

Dejaba que todo aquello hiciese su trabajo, no sabía si iba a ser lo suficientemente útil como para acabar con todos mis males, pero según los médicos, era lo necesario. Pero cada vez lo veía más difícil.

Acaban mis fatídicos minutos sobre ese sillón, la aguja resbala al salir de mi piel. Aturdido, perdido, con el frío perpetuo que hace meses que me acompaña, dejo ese maldito lugar, tan sólo unos días, los suficientes como para volver a ser yo, y llegar para dejar de serlo.


Apenas tengo fuerzas para incorporarme, me cuesta un mundo salir de la sala, mi sitio, deja lugar a otra vida que se va apagando, como la mía. Tiene demasiada hambre como para parar.

16.3.14

Ya no...

“Ya no quedan días contigo, ni noches sin ti”. Así rezaba la última frase de la última carta, del último adiós.

Lo cierto es que aquellos ojos nunca dejaron de mirarme, y siempre lo agradecí. Hay formas y formas de mirar, la suya era especial, diferente a todas las demás. Entre compasiva, abrasiva y dulce. Era una combinación de tantas cosas que era difícil no quedarse mirando de vez en cuando. En sus ojos te podías perder hacia múltiples destinos. Desde los más oscuros y peligrosos, a aquellos en los que hasta uno mismo, podría ser feliz.

Nunca nos permitimos demasiadas licencias. El amor, y el cariño, es ese juego de débiles, de personas con sentimientos. No eran propios de ninguno de los dos. Nos amamos, eso sí, en muchos lugares, sin compasión, hasta que ambos no podíamos más. Así era la vida, un continuo sobresalto, que sólo nos dejaba entrever lo más triste y lo más feliz, cada vez que nos alejábamos.

Lo nuestro era como una de esas pastillas que sabe fatal, pero te hace sentir bien porque te alivia el dolor. Exacto. La medicina del corazón, y sabía mal demasiadas veces, y muy bien tantas otras, pero nunca se definía.

La principal premisa era esa, amar hasta que duela. Amar hasta la última consecuencia, hasta el último suspiro, amar, hasta que no pudiésemos parar. Pero en el fondo, tan sólo eso, AMAR.


Y así terminó, amando, luchando y llorando. Y así terminé, exhalando mi último resquicio de vida pensando en ella.

13.3.14

Las veinte caras de la moneda

Ella es de esas que besan con los ojos abiertos. Te mira con esa cara de ángel subido del infierno. Dulce, terrible. Tan terrible que no quieres volver a separarte de ella, que no quieres que pueda coger tu mano, porque temes que la suelte alguna vez.

Y lo peor de todo son esas miradas, que cada vez te atraen más. Y esos besos en silencio que te da cuando nadie mira, queriéndote atrapar, despacio, sin prisas. Pero siempre con los ojos bien abiertos para poder ver como el otro se evade con ella.

Ese olor perpetuo que te engaña cada vez que lo percibes, dibujándote su presencia escondida, anticipando esa sonrisa tonta, que odias, pero ya no quieres evitar.

Los ojos tan azules que perderse en ellos es como encontrarse en mitad del mar. Perdido en la inmensidad, pero a salvo en la frontera entre el cielo y el infierno. Sus labios, difuminados en su rostro, tan suaves y expresivos, dulces como el algodón de azúcar. Portadores de malas noticias, encargados de dar el más dulce de los finales. Maltrechos por tantas sonrisas rotas, besos perdidos, y oportunidades encontradas. Orgullosos de ser el punto final, y el principio del fin.

Las manos frías, alimentan un candente corazón, que permanece inerte, impertérrito. La piel suave, invitándote a perderte en su pequeña gran vida interior. Haciendo que cada roce, cada caricia y cada suave despedida, se conviertan en el más arduo final, por miedo a que no vuelva a pasar.

Terribles sonrisas que avecinan tempestad, calladas miradas que aventuran disconformidad, y tímidas las palabras, que quiere provocar. Aquellos dulces labios, que algunos, perdieron la oportunidad de besar, y otros, la gran suerte de encontrar.

Cubierta por dos alas, que alguna vez ansiaron volar, y ahora, tan sólo son un vago recuerdo, cicatrizado en su espalda, vagando entre los sentidos, invitando a soñar. Como diría Sabina, ella es como la pálida dama, contra la que no quieres perder, tampoco ganar, pero nunca dejas de luchar.


10.3.14

Perder

Perder. Eso que a todos nos da tanto miedo. Hay muchas maneras de perder, y muchas cosas que uno puede perder. Se pueden perder amigos, familiares, oportunidades de esas que nunca volverán. Se pueden perder historias, momentos, palabras, canciones, recuerdos, cartas, fotografías…

No es cuestión de perder, sino de saber ganar con eso que has perdido. Puedes centrarte en ver lo que ya no tienes, o tan sólo ver lo que puedes tener gracias a eso que ya no está. Sí, los comienzos son duros, y los finales, me temo que aún más. Pero centrémonos en ganar.

Qué les voy a decir. He perdido tanto como vosotros, o quizás más. Perdí personas, me perdí momentos, más de los que me hubiese gustado, y me perdí oportunidades, de las que afirmo no arrepentirme, aunque en ocasiones hasta yo mismo llego a dudar. Me he perdido parte de la vida, y no sólo de la mía.

Pero también he ganado, saben, he ganado gente que está ahí cuando nadie más se acuerda de ti. He ganado risas, abrazos, amigos, momentos. Y esos momentos no los cambiaría, aunque algunos sean amargos, o aún estén incompletos. También gané algún que otro beso, y quedan más, se lo aseguro. De todo queda mucho más. He ganado multitud de letras, algunas incluso por partida doble, y también las he perdido, pero aún hay esperanzas.


Y si hago balance, los daños han dado muy fuerte, pero la estructura se ha reforzado, no toda, pero en parte. Y no les diré que no duele, que no es nada, porque sí es. Es inútil decir no llores, porque lo harás, no en público, no en privado, pero en algún momento sucumbirás. Pero la sonrisa debe proseguir. Y las pérdidas, serán eso, pérdidas, hasta que decidas que ya sólo quieres ganar, aunque seguirás perdiendo cuando sea obligatorio. Pero debes elegir cuando será el momento de ponerle otra línea al signo menos. Porque no manda nadie, ni siquiera la muerte o el tiempo, manda la razón, el corazón. Sólo mandas TÚ.

8.3.14

Desoladas

Desoladas. Así quedaban las habitaciones a mi paso, vacías por su ausencia, colmadas de tristeza, de recuerdos que aunque fuesen alegres, ahora se tornaban en amargos. Apenas cuatro estancias diminutas se volvieron para mí gigantescas. Se había ido.

Llevaba meses alertándome del final, pero no podía ni tan siquiera imaginarlo. ¿Quién cree que su mundo se va a ir a pique en un par de noches? Yo, al menos, nunca lo creí. Lo tomé tan sólo como una llamada de atención para quererla más, sólo un aviso.

Pero no era tan sólo eso. Era una larga despedida, una cadena de por si acasos, una locura desatada, propia de los puntos finales. Y de pronto, una noche, a las tres de la madrugada, un ruido sordo nos invadió para siempre. A ella se la llevo, y lo que es peor, a mí, aún me dejó aquí.

No lo podía creer, las horas se sucedían entre sollozos, lágrimas de amor, de verdad, de mentira. Y allí estaba ella, protagonista, como en tantas otras ocasiones de centenares de personas. Inmóvil, pálida, sin vida. Y también estaba yo, sumido en una sombra perpetua, sin dormir, con un gesto serio, perpetuo, inamovible.  El traje, negro, la corbata, negra, y la camisa blanca. Aunque lo más importante, mi alma, tan oscura como la sombra que me cobijaba.

Pasó, se unió a otro mundo, y toda aquella gente que dice acompañarte, desapareció. Y volvía a aquella mansión, donde antes éramos dos. Vagué un rato por la casa, y me tumbé en nuestra cama. Apenas pude cerrar los ojos cuando el recuerdo de aquellas noches me invadió.

Tuve que levantarme, y dormir en el sofá, no podía volver a aquella cama. Me levanté aturdido, descentrado, sin saber bien que había pasado. Vacilé levemente en mis primeros pasos. Llegué a la habitación, abrí el armario, y dos lágrimas recorrieron mis mejillas, sin prisa por saber cuál de las dos llegaría primero a desprenderse por el abismo de mi barbilla.

No dudé. Comencé a meter toda su ropa en bolsas, llené una tras otra, y las cerré. Ver todo aquello vacío me impacto. Necesitaba sentarme.  No aguanté más.


No imaginaba una vida más allá de ella. Era el final.