Tengo
la imperiosa necesidad de escribir sobre ella. De todo lo que es, pero
sobretodo de lo que no es. De la
intimidad de sus besos en público, del silencio de sus abrazos entre el gentío.
Sus
dulces ojos, oscuros como el alquitrán, albergan la mitad de mis esperanzas, y
también de mis múltiples desgracias. Nunca podré dejar de mirarla, es incluso
ahora cuando escribo estas líneas, cuando no dejo de ver sus ojos frente a mí.
Con esa pálida sonrisa que se dejaba entrever entre sus mechones más despistados,
a media luz, entre mis desvelos, me sonríe tímidamente dejándome sin más
recursos para mis sueños.
Su
alada espalda me invitaba a perderme entre sus más oscuros deseos, que hacen
que mis pobres pensamientos se fundan con sus mechones de pelo, entre los que
no quiero encontrarme, por miedo a despertarme lejos de su manos.
No
hay yo sin ella, no hay miedo sin sus ojos, no hay amor sin las palabras que no
dice. Habla siempre mirándote, recogiendo su pelo, para poder escucharte y
analizar cada palabra que sale de mis labios, con sus ojos.
Aquellos
besos repletos de intimidad en público, que consiguen llevarme lejos de su
lado, estando tan cerca de ella. Y ese silencio al abrazarla, rodeados de
ruido, que con un par de palabras hace que se pierda, y al despegarse te
devuelve de pronto a esa cruda realidad. Esa en la que el amor no existe, sus
abrazos se disipan a lo lejos y aquellos dulces besos que un día rozaron mi
cuello, se pierden entre la gente, abrazados por otros labios, recogidos por
otros cuerpos.
Pero
ya no es ella, ya no soy yo. Ya no hay un nosotros, ni lo habrá, solo los
recuerdos nos podrán llevar a un tiempo en el que querer, siempre sin saber,
era nuestra mejor medicina.