Allí
estaba, colocada frente al espejo. Su largo pelo de color negro como el carbón
se deslizaba hasta más abajo de sus hombros. Los ojos, inundados por las
lágrimas le impedían ver con claridad. Abrió el cajón que estaba a su derecha,
y sin mirar palpó su interior en busca de unas tijeras. Deslizó sus dedos
dentro de ellas y las sacó a la luz.
Con
la mano izquierda secó sus lágrimas con la ayuda de su camiseta. Afianzó las
tijeras a su mano derecha y con la izquierda, ya desocupada, atrapó un mechón
de pelo. Comenzó a cortar, sin miedo y con decisión. Su larga melena en apenas
unos minutos se desvaneció y su pelo cubría el suelo del baño.
Ahora
apenas quedaba rastro de la chica que hace tan sólo unos minutos se encontraba
frente al espejo. Había decidido cambiar su vida de forma radical. Había
conseguido que le quedase bastante bien su nuevo corte de pelo. Sin detenerse a
limpiar todo aquello, salió del baño y fue hasta su habitación. Nada más cruzar
el umbral de la puerta, deslizó por sus hombros los tirantes de su vestido.
Cayó al suelo y en ese mismo lugar dejó los tacones que llevaba puestos.
Se
quedó en ropa interior, y así caminó hasta el armario, descalza. Una vez allí,
sacó unas zapatillas, unos vaqueros rotos y una camiseta que dejaba su hombro
derecho al aire. Se puso los pantalones y mientras los abrochaba, deslizó sus
pies dentro de las zapatillas. Levanto los brazos y dejo que la camiseta cayese
hasta cubrir su torso.
Tras
de sí, dejó todo aquel desorden. Ya lo recogería luego, pensó. Y mientras una
lágrima corría la aventura de deslizarse por sus mejillas… cerró la puerta.
Había
decidido salir a comerse el mundo. Sin que nada ni nadie se lo impidiese. Aquel
día, una nueva mujer había nacido.
Lo
cierto, es que había quedado a las siete de la tarde en una céntrica cafetería
de su ciudad. ¿Con quién? Pues con quien hasta aquella misma tarde era tan sólo
un viejo conocido.
El
chico con el que se había citado aquella tarde era uno de los hijos de la
vecina de sus padres, tenía un par de años más que ella y siempre le había
parecido “mono”. Hacía casi diez años que no sabía nada de él, pero hace un par
de semanas, en una de las visitas que le hacía a sus padres, se le cruzó por la
escalera.
Estaba como siempre… bueno, casi. Su pelo largo de la adolescencia
había desaparecido y un serio pelo corto le acompañaba ahora. Aquella delgadez
extrema, había sido sustituida por un cuerpo bastante trabajado y definido. Sus
ojos verdes brillaban igual que cuando por las noches, al volver juntos de la
calle, le miraban al despedirse.
Ambos
habían cambiado un poco, ella ya no era la princesita que vio hace dos semanas,
que casi siempre llevaba un vestido, y el pelo suelto, que cubría sus ojos
azules con unas enormes gafas de sol, y que, siempre veía el mundo desde una
superficie que no era la suya.
Llegaba
tarde, aquel ataque de cambio, había hecho que se retrasase. Le vio desde
lejos, estaba apoyado contra la pared al lado de la puerta del bar. Cuando
llegó allí, ese chico que años antes se hubiera reído de su aspecto, no dijo
nada. Se dieron dos besos, y él, le abrió la puerta para que pasase.
Buscaron
una mesa, lo más alejada de la puerta posible, le retiró la silla para que se
sentase. Todo un caballero. Le preguntó que quería tomar y se acercó a la barra
para pedir. Ella, desde la silla, le miró de arriba abajo. Aquel muchacho era
ahora un hombre. Llevaba unos zapatos negros, unos pantalones negros y una
camisa blanca, con las mangas recogidas. Ciertamente, el muchachito que conocía
desde hace años, había mejorado mucho.
Él
volvió con un refresco y un whisky. Se sentó frente a ella, y le preguntó por
aquel cambio. Entre lágrimas le explicó que necesitaba un cambio. Escucho
atento, sin mover un solo músculo, sin pestañear apenas y no dijo una palabra
hasta que terminó.
Él,
borró las lágrimas de su cara con sus manos, muy despacio, muy suave. Nunca fue
un tipo con demasiadas palabras, pero cogió una servilleta de papel, y se
levantó a pedirle un boli al camarero. Volvió a la mesa y tan sólo necesitó un
puñado de letras y unos pocos segundos.
“El
cambio empieza aquí. Escribamos juntos el camino”.
Dobló
la servilleta y se la dio. Ella la desdobló despacio, leyó aquello y por
primera vez en todo el día… sonrió.
Estuvieron
en aquel café hasta que cerraron. Después deambularon hasta pasada la media
noche por las calles vacías. Habían empezado a escribir su camino.