Un pequeño fluorescente alumbra los escasos metros
de la habitación. Una fría luz azul invade todo lo que encuentra a su paso. El
calor es asfixiante, y las paredes parecen acortarse a cada tecla que pulso
frente a una vieja pantalla. El teclado se desliza bajo mis dedos ágiles y
envueltos en un sudor exasperante provocado por el nefasto calor de la
calefacción central. Creo que llevo aquí encerrado un par de días, apenas
recuerdo lo último que vi fuera de estas cuatro paredes. Los restos de
envoltorios de comida se apilan a los costados de la pantalla, la cama está
totalmente deshecha y revuelta. Un viejo póster de una de esas divas del cine,
se descuelga de la pared por el extremo superior derecho. Estoy extasiado, no
puedo dejar de golpear las teclas, la respiración agitada comienza a
entrecortarse y golpeo con fuerza el punto. Se acabó.
Sabina. A todo volumen. Suena “19 días y 500 noches”. Y me apago. La pantalla se queda en negro,
el fluorescente, hastiado, por fin descansa. Tan sólo esa voz rasgada, y la
negrura de mi habitación. Un recuerdo, de una mujer que conocí hace demasiado
poco tiempo como para olvidarla. Una fuerte punzada en el costado derecho, una
lágrima furtiva descolgándose de mi pupila izquierda. Cierro los ojos, ahí está
ella. Sigue tan hermosa como cuando la conocí, “la frente muy alta, la lengua muy larga, y la falda muy corta”,
tal cual, pero es que era tan bella, que ni con quinientas noches se había ido
de ese maldito fondo repleto de un horrible fango que es mi memoria. Sigue ahí
clavada, me temo que tendremos que escribir una segunda parte.
Me levanto del sillón de oficina que preside mi
escritorio. Restriego mis manos por la cara, una incipiente barba ha poblado
casi la totalidad de la zona inferior de mi rostro, no me interesa. Froto mis
ojos y me estiro notablemente, un par de chasquidos surgen de mi espalda y mi
cuello, las manos también continúan con el ruido. Un par de pasos desentumecen
mis piernas, y estoy frente a la puerta, apoyo mi mano derecha en la manilla y
la empujo levemente hacia abajo, luz. Es de día, quizás sean cerca de las doce,
la primera parada el baño, una ducha con el agua ligeramente tibia me despeja.
Es Julio.
Rebusco entre las sábanas y encuentro mi teléfono,
lo apagué cuando comencé a escribir, su vibración muere en mis manos, tras
teclear ese odioso pin que me obliga a bucear en la memoria, aparece la
pantalla principal. Activo los datos y las vibraciones no cesan. Hay un par de
correos electrónicos, un puñado de mensajes instantáneos y una llamada. Es ella,
S. En realidad, se llama Sofía, pero me gustaba acortar su nombre hasta la
mínima expresión, su inicial.
Abrí la aplicación de mensajería instantánea y tras
desechar los mensajes de los grupos que no me interesan, pasé a quienes
realmente importan. Un par de esos mensajes preguntaban si seguía vivo, supongo
que esperaban una respuesta, por el contrario, la pregunta resultaría inútil. Y
tras cerrar a un par de personas, apareció Sofía. Un simple, “te echo de menos”.
Y me destrozó. De ese mensaje hace tres días, de la
llamada, tan sólo uno. ¡¿Y ahora qué?! ¡Joder! Destrozó cada milímetro de mis
planes, como siempre, para puentear su exilio y aferrarse a la cima de mis
malditos recuerdos. Contesto frío y distante, vuelve a la carga. Acaba
enredándome, como siempre, para que nos veamos, una de esas citas fugaces tan
nuestras, repletas de cosas que hacer y sin tiempo para ellas.
Sigue siendo Julio. Pasan unos días de la mitad del
mes, y el sol empieza a decaer cuando abotono el último botón de mi camisa. Una
oleada de calor golpea mi cara al abrir la puerta del portal, mis gafas de sol
caen sobre la nariz, desabrocho uno de los botones de arriba de la camisa,
necesito aire. Camino durante unos minutos, puede que unos quince, y la veo
allí, a lo lejos. Con un vestido negro.
Ese vestido, a juego con su pelo, ensalza el color
de los ojos, profundamente azules, lleva un pequeño bolso en el que apenas
reparo, su figura me tiene ensimismado. Está tan hermosa como cuando la vi por
primera vez. Me sonríe cuando encaro los últimos metros hasta sus pies, mira
nerviosa lejos, como si me esperase distraída. Dejamos los dos besos de
cortesía de lado por un abrazo largo y una respiración profunda, clava sus
labios en mi mejilla, y sonrío. Hago lo propio con ella, y se sonroja y me
respira, fuerte.
Caminamos sin rumbo y sin prisas, es raro. Sus
manos, heladas a pesar del calor, buscan las mías, y las recibo, como siempre,
con una tímida sonrisa y calor. Sus ojos se clavan en mí, trato de desviar su
atención, pero lo tiene claro. Nos sentamos en una terraza de bar, uno frente
al otro, como siempre. Su mirada brilla, y me atraviesa. Cenamos, y seguimos
perdiéndonos entre las calles, nuestras manos entrelazadas se aferran
fuertemente la una a la otra.
Nos paramos. Es de noche, una luz titila sobre
nosotros, parece a punto de fundirse. Un brillo intermitente y de un tibio
color amarillo nos acoge. Se para frente a mí y me susurra al oído esas mismas
palabras que escribió hace unos días. Me quedo mirando a sus ojos como un
estúpido, noto que mis labios comienzan a desplegarse para sonreír. Y me besa,
como una centella. Rápida y bruscamente. Un calor invade mis mejillas, ella
también se sonroja. Se muerde el labio, me acerco a su rostro, aparto su pelo y
lo coloco tras su oreja, mi mano se pierde en ese abismo salvaje de su cabello,
nos acercamos lentamente. Y nos besamos. El cielo está ahí, en esa boca que
insiste en callar a pesar de tener mucho que decir.
Desaparecemos. Volamos lejos, sin despegarnos de
esas calles que han sido pisadas tantas veces. Nos despegamos con dificultad,
muerde mi labio, no me quiero ir. No nos queremos dejar escapar. Nos separamos
y su pelo vuelve a invadir su dulce rostro. Una pequeña ráfaga de viento la
invade por completo. Está perfecta, como de foto. La grabo en mi memoria en ese
instante, por si no tenemos ocasión de repetir.
Nos colgamos de las pupilas del otro y nos
adentramos en la madrugada, anclados a nuestras manos, y con ese miedo de
perder al otro. Caminamos hasta su puerta, me descuelgo hasta sus labios y toco
el cielo, su cielo, nuestro cielo, mi cielo.
La despedida. El maldito final a una noche perfecta.
Nos lleva más de media hora deshacernos el uno del otro. Se fue. Apenas dos
pasos más allá mi móvil vibra de nuevo.
“Ya
te estoy echando de menos”.