Seguidores

31.12.15

Entre sonrisas

“No quiero despegarme de la sombra de tu sonrisa, porque es el único resquicio de luz que alumbra mi oscuro corazón. Necesito que desaparezcas para volver a descubrirte, quiero redescubrir cada centímetro de tu alma, y recorrer cada milímetro de esa piel que enmudece cuando nuestras manos se entrelazan sellando un acuerdo que jamás hemos verbalizado. Quiero sentir como se eriza tu piel al acercarme a ti y susurrarte que eres imborrable, porque eso es lo único que jamás podrás borrar de mí en tus recuerdos.

Te pido, que por favor, seas esa pálida dama que cuenta y canta Sabina, la que me lleve hasta el final de esos días de anodina tranquilidad. Quiero que agites cada palmo de mi mundo para que podamos construir juntos uno nuevo. Te pido, que leas aquello que llene tu alma y vacíe tus ojos, porque entonces será útil, y lo mismo puedes hacer con aquello que escuches. Necesito, que vaciemos estas almas llenas de grietas, que se rompen de tanto huirnos, y que las destrocemos a golpe de besos, caricias y miradas, no quiero más. 

No necesito más.

Quizás, sea un deseo imposible. Pero quiero despertarme anclado en esas pupilas llenas de luz, quiero acostarme junto a ese indómito cabello que me invade hasta en sueños. Quiero perderme en tus entrañas, caminar por tus largas piernas y morirme, si me dejas, en ellas, para poder revivir entre tus brazos. Quiero recorrer cada cicatriz, hasta poder reconocerlas a oscuras, quiero sanarte y que me cures, quiero que tan sólo seas tú, que me destroces, nos destrocemos y seamos capaces de recomponernos.

Y por último, espero una promesa, que nunca pierdas esa sonrisa, que jamás dejes que nadie apague esos ojos profundamente azules, que nunca me mires como si nunca nos hubiésemos conocidos. 

Necesito que me prometas que jamás te convertirás en alguien que no mereces, porque eres simplemente brutal. Quiero que esa jodida sonrisa permanente, que esos ojos malditos, cansados de llorar, y en los que sus profundidades azules me perdí durante meses, jamás derramarán una lágrima que no sea necesaria. Y que esas clavículas tan perfiladas, se conviertan en abismos, llenos de gloria y de ángeles caídos. Que esas caderas a las que me aferré en sueños, jamás dejen de soñar.


Que seas tú, que no te cambie nadie. Aquí te espero, soñando con esos labios repletos de recuerdos que dejé mientras te despedía”.

16.12.15

Aprender

Dice Risto Mejide, que “crecer, es aprender a despedirse”. No sabe a ciencia cierta, si esa frase es suya o la ha oído antes por ahí, pero eso no es relevante. Lo realmente importante aquí es que tiene razón. Uno jamás deja de crecer, o jamás crece, porque es imposible aprender a despedirse, quizás, puedas llevar más o menos bien el hecho de despedirse, pero si no se te desgarra algo por dentro en cada despedida no eres persona. En ese caso, no te hace falta crecer, ni despedirse.

Y no me refiero tan sólo a esas despedidas de aquellos que deben irse porque les toca. También tiene que ver con esos que deciden irse pero siguen estando, que son difíciles, porque alguien a quien quieres y necesitas, se va de tu lado, a pesar de seguir estando, más o menos cerca. Todos los que deciden irse mientras están, tienen derecho a hacerlo, y es uno mismo el que debe decidir cómo demonios va a continuar.

Ahora mismo, me enfrento a esas malditas despedidas, a dos, igual de malas. La primera se lleva una parte de ese tipo frío y distraído, como lo hicieron antes otros muchos que se fueron, tan sólo lejos, pero que siguen estando. Y la segunda, me temo que va a arrancar de raíz demasiadas cosas.

Tenemos derecho a decidir, y a cambiar todo aquello que queramos, pues somos los dueños de nuestro destino, y como tal debemos aferrarnos a nuestras decisiones como si estas fuesen a salvarnos de la propia vida. Ese derecho a decidir, debe estar siempre presente, porque en el momento en el que dejemos de marcar nuestro propio camino, este se borrará, y caminar se hará aún más difícil y tedioso.

Nos gusta rompernos en mil pedazos cuando nos despedimos, pero no es nada malo, simplemente es para hacer un reparto entre lo que se llevan y lo que nos quedamos. ¡Quebraos en cada despedida! Pues eso os hará ser personas, de esas de verdad, de las que vale la pena llorar aunque vayas a encontrarte con ella tras doblar la esquina. Llorad, si os hace falta, en esos fríos intercambiadores de personas, de un mundo a otro y de un lugar a otro. Abrazaos a quienes os tienden un hombro sobre el que llorar y aferraos a él, pero ofreced el vuestro, en este maldito juego, quieras o no, es algo que siempre toca.

Amad y creed. A todos y en todos los que merezca la pena, pues es lo único que nos llevamos. Tan sólo somos “Aves de paso”.

Sed y dejad, para que nadie os olvide. Dejad también que os marquen, la vida sería sumamente anodina sin esas huellas profundas e imborrables que calan hasta los huesos y nos dejan una de esas bellas cicatrices para recordar.

Aferraos a todo cuanto os rodea en esos instantes de llanto, porque esos que aparecen cuando todo está perdido, son los que realmente valen la pena. Y aquellos que ven un rayo de esperanza entre la espesa niebla que nos ciega, valen más de lo que ellos mismos piensan, pues aunque estés en un horrible cenagal del que no puedes escapar, ellos confían. Tened cerca a quien os haga reír, pensar, llorar y si es el caso, gemir. Sin ellos la vida sería menos vida, no tengo ninguna duda.

Y siempre que podáis, decidid. Decidid cuándo os vais, si podéis, porque no hay mayor satisfacción que irse dejando todo dicho, y sin nada por lo que tener que volver atrás. Haced lo que os haga felices, mantened esa felicidad sostenida por momentos imborrables. Conseguid, que aunque nada merezca la pena, todo valga para avanzar, para llegar a esa meta de la felicidad, aunque esta sea momentánea.

La vida, esta inevitablemente ligada a las despedidas. Jamás se aprende del todo, creo que es imposible, pero se sobrellevan, cargados de dolor e incertidumbre, de recuerdos y expectativas rotas. Pero eso es todo lo que nos queda, aquello que nos dejan y todo ese camino que se antoja largo y sinuoso. Simplemente con eso, debemos seguir adelante, con paso firme, sin temor, pues nosotros algún día también nos despediremos.




8.12.15

Breve

"No tememos a la muerte, tememos que nadie note nuestra ausencia; que desaparezcamos sin dejar rastro" T. S. Eliot.

El placer de poder dejar atrás todo aquello que nos impide levantar los pies del suelo y soñar. A veces, nos engañamos a nosotros mismos afirmando que esas imágenes que nos apasionan son las realidades que nos rodean, y en casi ningún caso la imagen se corresponde con lo que realmente hay detrás.

De eso va todo, de desaparecer tratando de no hacer demasiado ruido, pero seguir siendo el eje de rotación de alguna vida que no pueda permitirse olvidar todo aquello que nosotros aparentábamos ser. 

Es quizá, ese instante de la muerte, en el que nos mostramos como realmente somos, y dejamos de lado todas esas estúpidas perfecciones irreales que nos empeñamos en mostrar cada día frente a los demás. Pero no es esto lo que me preocupa, porque por suerte, o por desgracia, ese es el punto de no retorno, allí ya no queda tiempo para rectificar

Es ahora, en estos momentos de desolación y hastío en los que uno debe aprender a dejar todo atrás y lograr despegar los pies del pesado asfalto que nos ata. Hay que avanzar, hacia cualquier dirección que nos permita crecer, y en demasiadas ocasiones, ese crecimiento va ligado a la desaparición de personas que considerábamos fundamentales para nuestro futuro. ¿Pero hay futuro? Sí, está tras ese amplio espectro de esperanzas e ilusiones que no nos dejan ver el final del camino, pero existe.

Así que despeguen los pies de ese horrible asfalto, y dedíquense a luchar por un futuro alentador, a pesar de que se obcequen en pintarnos todo de negro, sólo nosotros podemos darle luz a ese maldito abismo que nos espera. Saltemos al vacío.


“Ars longa, vita brevis”

6.12.15

Siempre y cuando...

Un pequeño fluorescente alumbra los escasos metros de la habitación. Una fría luz azul invade todo lo que encuentra a su paso. El calor es asfixiante, y las paredes parecen acortarse a cada tecla que pulso frente a una vieja pantalla. El teclado se desliza bajo mis dedos ágiles y envueltos en un sudor exasperante provocado por el nefasto calor de la calefacción central. Creo que llevo aquí encerrado un par de días, apenas recuerdo lo último que vi fuera de estas cuatro paredes. Los restos de envoltorios de comida se apilan a los costados de la pantalla, la cama está totalmente deshecha y revuelta. Un viejo póster de una de esas divas del cine, se descuelga de la pared por el extremo superior derecho. Estoy extasiado, no puedo dejar de golpear las teclas, la respiración agitada comienza a entrecortarse y golpeo con fuerza el punto. Se acabó.

Sabina. A todo volumen. Suena “19 días y 500 noches”. Y me apago. La pantalla se queda en negro, el fluorescente, hastiado, por fin descansa. Tan sólo esa voz rasgada, y la negrura de mi habitación. Un recuerdo, de una mujer que conocí hace demasiado poco tiempo como para olvidarla. Una fuerte punzada en el costado derecho, una lágrima furtiva descolgándose de mi pupila izquierda. Cierro los ojos, ahí está ella. Sigue tan hermosa como cuando la conocí, “la frente muy alta, la lengua muy larga, y la falda muy corta”, tal cual, pero es que era tan bella, que ni con quinientas noches se había ido de ese maldito fondo repleto de un horrible fango que es mi memoria. Sigue ahí clavada, me temo que tendremos que escribir una segunda parte.

Me levanto del sillón de oficina que preside mi escritorio. Restriego mis manos por la cara, una incipiente barba ha poblado casi la totalidad de la zona inferior de mi rostro, no me interesa. Froto mis ojos y me estiro notablemente, un par de chasquidos surgen de mi espalda y mi cuello, las manos también continúan con el ruido. Un par de pasos desentumecen mis piernas, y estoy frente a la puerta, apoyo mi mano derecha en la manilla y la empujo levemente hacia abajo, luz. Es de día, quizás sean cerca de las doce, la primera parada el baño, una ducha con el agua ligeramente tibia me despeja. Es Julio.

Rebusco entre las sábanas y encuentro mi teléfono, lo apagué cuando comencé a escribir, su vibración muere en mis manos, tras teclear ese odioso pin que me obliga a bucear en la memoria, aparece la pantalla principal. Activo los datos y las vibraciones no cesan. Hay un par de correos electrónicos, un puñado de mensajes instantáneos y una llamada. Es ella, S. En realidad, se llama Sofía, pero me gustaba acortar su nombre hasta la mínima expresión, su inicial.

Abrí la aplicación de mensajería instantánea y tras desechar los mensajes de los grupos que no me interesan, pasé a quienes realmente importan. Un par de esos mensajes preguntaban si seguía vivo, supongo que esperaban una respuesta, por el contrario, la pregunta resultaría inútil. Y tras cerrar a un par de personas, apareció Sofía. Un simple, “te echo de menos”.

Y me destrozó. De ese mensaje hace tres días, de la llamada, tan sólo uno. ¡¿Y ahora qué?! ¡Joder!  Destrozó cada milímetro de mis planes, como siempre, para puentear su exilio y aferrarse a la cima de mis malditos recuerdos. Contesto frío y distante, vuelve a la carga. Acaba enredándome, como siempre, para que nos veamos, una de esas citas fugaces tan nuestras, repletas de cosas que hacer y sin tiempo para ellas.

Sigue siendo Julio. Pasan unos días de la mitad del mes, y el sol empieza a decaer cuando abotono el último botón de mi camisa. Una oleada de calor golpea mi cara al abrir la puerta del portal, mis gafas de sol caen sobre la nariz, desabrocho uno de los botones de arriba de la camisa, necesito aire. Camino durante unos minutos, puede que unos quince, y la veo allí, a lo lejos. Con un vestido negro.

Ese vestido, a juego con su pelo, ensalza el color de los ojos, profundamente azules, lleva un pequeño bolso en el que apenas reparo, su figura me tiene ensimismado. Está tan hermosa como cuando la vi por primera vez. Me sonríe cuando encaro los últimos metros hasta sus pies, mira nerviosa lejos, como si me esperase distraída. Dejamos los dos besos de cortesía de lado por un abrazo largo y una respiración profunda, clava sus labios en mi mejilla, y sonrío. Hago lo propio con ella, y se sonroja y me respira, fuerte.

Caminamos sin rumbo y sin prisas, es raro. Sus manos, heladas a pesar del calor, buscan las mías, y las recibo, como siempre, con una tímida sonrisa y calor. Sus ojos se clavan en mí, trato de desviar su atención, pero lo tiene claro. Nos sentamos en una terraza de bar, uno frente al otro, como siempre. Su mirada brilla, y me atraviesa. Cenamos, y seguimos perdiéndonos entre las calles, nuestras manos entrelazadas se aferran fuertemente la una a la otra.

Nos paramos. Es de noche, una luz titila sobre nosotros, parece a punto de fundirse. Un brillo intermitente y de un tibio color amarillo nos acoge. Se para frente a mí y me susurra al oído esas mismas palabras que escribió hace unos días. Me quedo mirando a sus ojos como un estúpido, noto que mis labios comienzan a desplegarse para sonreír. Y me besa, como una centella. Rápida y bruscamente. Un calor invade mis mejillas, ella también se sonroja. Se muerde el labio, me acerco a su rostro, aparto su pelo y lo coloco tras su oreja, mi mano se pierde en ese abismo salvaje de su cabello, nos acercamos lentamente. Y nos besamos. El cielo está ahí, en esa boca que insiste en callar a pesar de tener mucho que decir.

Desaparecemos. Volamos lejos, sin despegarnos de esas calles que han sido pisadas tantas veces. Nos despegamos con dificultad, muerde mi labio, no me quiero ir. No nos queremos dejar escapar. Nos separamos y su pelo vuelve a invadir su dulce rostro. Una pequeña ráfaga de viento la invade por completo. Está perfecta, como de foto. La grabo en mi memoria en ese instante, por si no tenemos ocasión de repetir.

Nos colgamos de las pupilas del otro y nos adentramos en la madrugada, anclados a nuestras manos, y con ese miedo de perder al otro. Caminamos hasta su puerta, me descuelgo hasta sus labios y toco el cielo, su cielo, nuestro cielo, mi cielo.

La despedida. El maldito final a una noche perfecta. Nos lleva más de media hora deshacernos el uno del otro. Se fue. Apenas dos pasos más allá mi móvil vibra de nuevo.

“Ya te estoy echando de menos”.


  

1.12.15

Fortuna

Hay que saber encontrar el momento para despedirse de quien ya no quiere estar a tu lado. Sí, es un proceso complejo ese de alejarse de alguien que considerabas imprescindible, pero todo tiene una fecha de caducidad, por supuesto, las relaciones entre humanos, también. Algunas duran unos instantes, otras meses, años, o quizás una vida entera, pero todas concluyen, voluntaria o forzosamente.

Quizás, es mejor descerrajar un tiro a la altura del pecho antes de dejar que el tiempo desgarre todo aquello que os unía. Aunque no es sencillo, romper con todo siempre trae consecuencias, algunas esperadas y otras no deseadas. Y en esos momentos, te dedicas a vagar como un alma en pena porque te consideras uno en el universo, y bla bla bla. Pero es mentira.

Porque eso mismo que estás viviendo y que te parece tan terrible, ha sido padecido por otros cientos de personas, ¡y han seguido con su vida! Quizás, se hayan producido algunos cambios sustanciales en tu red de apoyo, pero eso no puede evitar que sigas creciendo. Y debes asumir que todo eso no es ni mucho menos el fin del mundo, tan sólo es un empujón para que avances un par de pasos más.


Hay que saber despedirse a tiempo, es la mejor opción, la menos dolorosa. En muchas ocasiones, nos dedicamos a mantener insistentemente el contacto con alguien que nos hace más mal que bien, y tan sólo se encarga de lastrar nuestro ascenso hasta ese techo que nosotros mismos marcamos.

No dejéis que todo acabe en el momento, anticipaos a todo y sed los dueños de vuestra propia fortuna, porque esta, sólo favorece a los valientes.

“Hoy has vuelto, cuando te creía perdida en ese abismo de recuerdos insuperables que deben necesariamente quedarse atrás, y tan sólo me has empujado a ser un poco mejor”.

“Ayer, decidí perderte por completo, no podía dejar que el tiempo borrase todo aquello, ahora tan sólo eres un recuerdo que camina un par de pasos por delante de mi sombra”.


“Fortuna audaces iuvat”