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12.1.16

Todos

Avanzo con el estómago anudado por unas calles desiertas. Cada vez que mis pies tocan el suelo, hojas mojadas se adhieren a mis suelas y me acompañan en el camino a mi triste destino. No cesa de llover, mi pelo empapado se deja vencer por el agua y acaba enturbiando mi visión. Los pasos que me quedan son de sobra conocidos, tampoco necesito ver lo que tengo delante, porque todo lo que me resultaba interesante, va quedándose atrás.

Vuelvo allá donde ya estuve una vez. Las paredes han cambiado sus colores a unos tonos levemente más vivaces, el silencio sigue siendo aterrador. Los jardines, tan verdes como hace años, y las habitaciones tan jodidamente carcelarias como me parecieron en mi última visita. Esas estancias de la muerte, porque en realidad es lo que espera cada una de esas cuatro paredes, siguen empapeladas hasta media altura, y después, un decrépito color amarillento, tremendamente resistente al uso, continúa hasta el techo. Pulcramente blanco.

Una cama y un sillón con un aspecto bastante confortable. Unas ventanas que gritan por la libertad de todo eso que fuera florece y dentro, tan sólo perece. Están entreabiertas, una tímida ráfaga de aire penetra en la habitación y regenera ese ambiente sumamente respirado, enturbiado por pensamientos nada positivos, visitas que se alargan demasiado y algunas palabras que quedan en nada ante el imperante poder de unos ojos que comunican todo aquello que pueden en vistas del triste final que les aguarda.

Las sábanas son más blancas, si cabe, que el propio techo. Están perfectamente planchadas, y dentro su cuerpo. Aún queda un resquicio de todo lo que fue, parece que tiene unas ganas tremendas de seguir luchando, pero se apaga. Un fuerte quejido, y todo lo que él era, se va. Y allí, atento a sus últimos instantes, aferrado a unas manos que antes me cuidaron y que ahora jamás volverán a indicarme el camino a seguir.

Silencio, un ruido sordo. Enfermeras. Se ha ido. Silencio ruidoso. Y allí, junto a esa puerta de color crema, maltratada por el paso del tiempo y de las personas, yo. Destruido, derrumbado completamente porque se había terminado. Mi espalda contra la pared, mis brazos golpean su habitación, intentando luchar contra un fantasma que ni siquiera existe. Las lágrimas comienzan a brotar, el teléfono suena en uno de mis bolsillos, no cesa jamás, o eso me parece. Acabo sentado en el suelo, mi rostro entre las manos y todo lleno de lágrimas. Joder.

No me dejan pasar, supongo que quieren evitarme una de esas agónicas visiones que te martirizan para el resto de los días que quedan en este camino. Una paz brutal. Silencio de nuevo.

Un frío recibidor, recubierto de mármol jaspeado.

Hoy también llueve, o llora.

Todos menos yo.


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