Avanzo con el estómago anudado por unas calles
desiertas. Cada vez que mis pies tocan el suelo, hojas mojadas se adhieren a
mis suelas y me acompañan en el camino a mi triste destino. No cesa de llover,
mi pelo empapado se deja vencer por el agua y acaba enturbiando mi visión. Los
pasos que me quedan son de sobra conocidos, tampoco necesito ver lo que tengo
delante, porque todo lo que me resultaba interesante, va quedándose atrás.
Vuelvo allá donde ya estuve una vez. Las paredes han
cambiado sus colores a unos tonos levemente más vivaces, el silencio sigue
siendo aterrador. Los jardines, tan verdes como hace años, y las habitaciones
tan jodidamente carcelarias como me parecieron en mi última visita. Esas
estancias de la muerte, porque en realidad es lo que espera cada una de esas
cuatro paredes, siguen empapeladas hasta media altura, y después, un decrépito
color amarillento, tremendamente resistente al uso, continúa hasta el techo.
Pulcramente blanco.
Una cama y un sillón con un aspecto bastante
confortable. Unas ventanas que gritan por la libertad de todo eso que fuera
florece y dentro, tan sólo perece. Están entreabiertas, una tímida ráfaga de
aire penetra en la habitación y regenera ese ambiente sumamente respirado,
enturbiado por pensamientos nada positivos, visitas que se alargan demasiado y
algunas palabras que quedan en nada ante el imperante poder de unos ojos que
comunican todo aquello que pueden en vistas del triste final que les aguarda.
Las sábanas son más blancas, si cabe, que el propio
techo. Están perfectamente planchadas, y dentro su cuerpo. Aún queda un
resquicio de todo lo que fue, parece que tiene unas ganas tremendas de seguir
luchando, pero se apaga. Un fuerte quejido, y todo lo que él era, se va. Y
allí, atento a sus últimos instantes, aferrado a unas manos que antes me
cuidaron y que ahora jamás volverán a indicarme el camino a seguir.
Silencio, un ruido sordo. Enfermeras. Se ha ido.
Silencio ruidoso. Y allí, junto a esa puerta de color crema, maltratada por el
paso del tiempo y de las personas, yo. Destruido, derrumbado completamente
porque se había terminado. Mi espalda contra la pared, mis brazos golpean su
habitación, intentando luchar contra un fantasma que ni siquiera existe. Las
lágrimas comienzan a brotar, el teléfono suena en uno de mis bolsillos, no cesa
jamás, o eso me parece. Acabo sentado en el suelo, mi rostro entre las manos y
todo lleno de lágrimas. Joder.
No me dejan pasar, supongo que quieren evitarme una
de esas agónicas visiones que te martirizan para el resto de los días que
quedan en este camino. Una paz brutal. Silencio de nuevo.
Un frío recibidor, recubierto de mármol jaspeado.
Hoy también llueve, o llora.
Todos menos yo.
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