La consecución de un
sueño, escalar la cima más alta que uno mismo crea y superarse. Destrozar por
completo esas bagatelas que se dedican a lastrarnos.
Y una luz, casi
cegadora, me encoge el alma, cada vez que me mira, que me destroza, que me
tiembla por dentro y se dedica a empujarme a ser yo, simplemente uno mismo, ese
que ya había olvidado y que necesitaba recuperar. La de la sonrisa perpetua, la
mirada irreverente, la felicidad constante y consciente de que lo imposible
sólo existe en nuestra imaginación.
La risa perfecta a un
te quiero, la mirada intensa a un lamento extenso, el perdón oportuno ante
cualquier error. Ese gesto tan suyo que me desmonta cada vez que lo hace sin
querer y me brillan los ojos al verla ser, simplemente ella…
Un rastro de nieve tras
unas pisadas certeras, un brillo estremecedor tras las sombras más oscuras. Y
al final de todos los caminos, esos que siempre me dijeron que llevaban a Roma,
me llevaron a coser mi sombra a sus talones, para no perder de vista el
destino. El futuro perfecto de un tú y yo, tan irreverentemente complejo y tan
simple que resulta imposible pensar que no será eviterno.
Y sus ojeras, agudas
como las agujas de la catedral, se clavan en mis sueños, partícipes de sus
desvelos en las madrugadas eternas que nos atan a la cama. Y sus labios,
perfectamente delineados se desdibujan frente a mis dientes que los buscan con
esa calma previa a la tormenta, que se desata cuando nos rozamos y por un
instante borramos todas nuestras huellas.
Tormenta de arena en
plena ciudad sin playa ni mar. Destello de sol entre un millar de nubes, agua
en el desierto y frío en el infierno. Simplemente, la sonrisa perfecta para un
corazón descerrajado a tiros por una vida que se comporta como si pudiese
juzgar una historia.
“Y nuestra historia no conoce principio ni fin, y nuestra vida no es vida si no estamos los dos aquí”. M.
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